Hombre se sorprende al ver a niña llorando en el parachoques de su auto: “¡Abra la guantera!”, le ruega - Historia del día
Ricardo estaba profundamente enamorado de su novia de la secundaria, Sharon. Sin embargo, después de dejarla para seguir su carrera, parecía que había perdido su última oportunidad en el amor. Pero, por la gracia de Dios, más tarde tropezaría con una segunda oportunidad.
Ricardo y Sharon estaban recostados bajo un gran roble aislado en medio de los verdes prados del campo, cerca de su antigua escuela secundaria. Estaban recostados en silencio, esperando a que la primera estrella se asomara por el cielo rojo y violeta del atardecer, como hacían a menudo.
Era una tradición tranquila y sagrada desde sus primeros años de novios en la secundaria. Se sentaban allí en completo silencio hasta que uno de ellos divisaba la primera estrella. Casi siempre ganaba Sharon, que solía verla primero.
Sin embargo, había raras ocasiones en las que tanto Ricardo como Sharon veían la primera estrella al mismo tiempo. En esos momentos mágicos, rompían el silencio cariñosamente con un beso.
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“¡Sí! ¡Gané otra vez!”, dijo Sharon emocionada, señalando una estrella brillante en el cielo.
“¡Oh, vamos! ¿Cómo haces eso? Es como si las estrellas te hablaran. Siempre te avisan”, insistió Ricardo con amistosa frustración.
“¿Qué te puedo decir, Ricky? Las estrellas reconocen a una de ellas”, dijo Sharon, moviendo los ojos. “Todavía puedes conseguir un beso si quieres”, agregó Sharon, sonrojándose.
“Te tomo la palabra”, dijo Ricardo, besando suavemente a Sharon.
“Espera”, dijo Sharon, retrocediendo. “Quería preguntarte algo”, confesó.
“Ponerle a tu primera hija el nombre de nuestra canción favorita de los Rolling Stones definitivamente te consigue otro beso, mi querido señor”.
“Cuéntame”, se limitó a responder Ricardo. Sharon tomó rápidamente una foto de los dos con una cámara polaroid y luego se la entregó a su novio con una risita.
“Lo siento, tenía que capturar este momento.... Bueno... Entonces, ¿qué nombre le pondrías a tu primer hijo?”, preguntó Sharon.
“¿Hijo?”, preguntó Ricardo, sorprendido.
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“Sí... en teoría”, explicó Sharon, poniendo los ojos en blanco.
“Ah, bueno. ¿Niña o niño?”, preguntó Ricardo, pensándoselo detenidamente.
“Eh... digamos que una niña”, respondió Sharon.
“¡Ah! Eso es fácil. Angie”, dijo él.
“¿Angie? ¿Como el diminutivo de Ángela?”, preguntó la joven.
“No. Como...”, dijo Ricardo antes de empezar a cantar, “Angie, Angie. ¿Cuándo desaparecerán esas nubes?”.
“Angie, Angie. ¿A dónde nos llevarán desde aquí?", cantó Sharon, uniéndose a Ricardo en la canción mientras apoyaba la cabeza en su pecho.
“Ponerle a tu primera hija el nombre de nuestra canción favorita de los Rolling Stones definitivamente te consigue otro beso, mi querido señor”, profesó Sharon, girándose hacia Ricardo con una mirada cariñosa.
“Vaya. Parece que hoy fui el ganador después de todo. Quiero decir...”, comenzó Ricardo antes de ser silenciado por Sharon, colocando suavemente su dedo sobre su boca.
“Shhhhh... Hablas demasiado”, susurró ella mientras comenzaba a besar a Ricardo, con el último atisbo de luz solar desvaneciéndose tras ellos.
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Pasaron los meses, y lo que al principio había sido una pregunta teórica pronto se convirtió en un deseo genuino para Sharon. Ella y Ricardo llevaban saliendo desde la secundaria. Después de eso, Sharon comenzó a estudiar en una universidad local mientras Ricardo se esforzaba por sacar adelante su pequeño negocio.
Él tenía dificultades para mantener económicamente a Sharon como a él le hubiera gustado. Su negocio no progresaba y ella quería formar una familia con Ricardo. Él quería centrarse en su carrera y no estaba preparado para tener hijos. Simplemente no tenía los medios para hacerlo realidad en ese momento de su vida.
Un día entró en una pequeña joyería local. Había ahorrado un poco de dinero, con la esperanza de pedirle finalmente a Sharon su mano en matrimonio. Estaba empezando a abrirse a la idea de formar una familia, y éste sería el primer paso para ello.
Sin embargo, cuando el dinero que había ahorrado no le alcanzó ni para pagar una fracción del anillo más barato de la tienda, cayó en cuenta de que no podía ser el hombre que Sharon se merecía.
Ese mismo día, Ricardo tomó una decisión precipitada de la que más tarde se arrepentiría. Sharon llegó un día de la universidad, ansiosa por ver a su amado.
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“¡Hola, mi vida! Hoy decidí mimarte y te compré tu plato favorito. Chow Mein!”, anunció una encantada Sharon mientras entraba corriendo por la puerta del apartamento con comida para llevar en la mano. Sin embargo, el lugar estaba vacío.
“¿Ricky?”, gritó Shanon, mirando a su alrededor antes de toparse con una nota sobre la pequeña mesa del comedor. La joven tomó la nota, dejó caer al instante la bolsa de comida para llevar y empezó a llorar al leerla. Decía así:
“A mi estrella favorita: Siento hacer cosas como ésta. Me fui a Nueva York para intentar sacar adelante mis negocios. Me di cuenta de que, si me quedo, nunca podré ser el hombre que mereces, y mucho menos el padre que nuestra pequeña y teórica Angie se habría merecido. No tuve el valor de decírtelo a la cara. Espero que algún día puedas perdonarme por eso. Cuídate. P.D.: Estaré contigo en cada atardecer”.
15 años después...
Ricardo se había convertido en un magnate de los negocios en Nueva York. Sus negocios empezaron a repuntar lentamente después de mudarse allí, y finalmente pudo utilizar los ingresos y el éxito de ese negocio para emprender otras empresas.
Él había dedicado su vida a su carrera. A menudo había pensado en Sharon, pero después de enterarse de que se había casado unos dos años después de que él se había ido, su carrera era todo lo que tenía.
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Si no estaba trabajando duro, Ricardo gastaba su dinero y su tiempo en la nueva vida rápida a la que se había acostumbrado. Le gustaban los autos veloces y la compañía de mujeres jóvenes. La mayoría de las féminas de su edad tenían familia o no estaban interesadas en relaciones superficiales.
Un día, Ricardo recibió una triste noticia. Su abuela había fallecido y él tenía que volver a su pueblo natal para asistir a su funeral. Su abuela lo había criado, así que la noticia le rompió el corazón. Después del funeral, tuvo que pasar varias semanas en su pueblo natal arreglando los asuntos de la casa de la abuela.
Cuando Ricardo se dirigía a reunirse con el abogado de su fallecido ser querido, se topó con un concesionario de autos antiguos de segunda mano. A él le encantaban los autos rápidos, pero los de época eran sencillamente su talón de Aquiles. Todavía tenía tiempo antes de la cita, así que decidió entrar y echar un vistazo.
Ricardo encontró un precioso vehículo retro azul al que llevaba tiempo echándole el ojo. Los autos de segunda mano no eran lo suyo, pero este no era un auto cualquiera. Además, los precios del concesionario eran más bajos que a los que estaba acostumbrado en Nueva York, así que lo compró inmediatamente.
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Más tarde, al atardecer, Ricardo se sentó en el porche de la casa de su abuela y revisó una vieja caja con algunas de sus cosas. En ella encontró la foto que Sharon le había hecho con la cámara polaroid años atrás.
Volver a su ciudad natal le hizo pensar en ella, pero ver la foto le trajo viejas emociones. Emociones que nunca habían muerto y que seguían acechando en lo más profundo de su ser.
Pensaba en ella a menudo, pero pensaba que no tenía más remedio que seguir adelante con su vida, deseando que fuera feliz con su nueva familia, dondequiera que estuviera. Cuando miró al cielo, vio la primera estrella. Una lágrima resbaló por su mejilla, recordando la estrella que se le había escapado.
Días después, Ricardo estaba desayunando en una cafetería cuando vio a una niña que se movía de forma peculiar alrededor de su auto. La niña se acercó al vehículo y empezó a llorar en su parachoques. Él salió corriendo de la cafetería para averiguar qué pasaba.
“¿Qué pasó?”, le preguntó preocupado a la pequeña.
“Es el auto de mi difunto papá”, dijo la pequeña, llorando.
“¿Cómo sabes que es el auto de tu papá?”, preguntó Ricardo, confundido.
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“En el asiento trasero del auto está rayado mi nombre”, dijo la niña.
“¿Y cuál es tu nombre?”, preguntó Ricardo mientras se acercaba al asiento trasero para comprobarlo.
“Angie”, dijo ella justo cuando Ricardo encontró el grabado. Ricardo se sorprendió.
“Por favor, abra la guantera, señor”, suplicó la niña. “Dejé algo valioso allí”, concluyó. En ese momento, una mujer salió corriendo de una tienda cercana y se acercó a Angie.
“¡Angie, ven aquí! Lo siento por mi hija, ella...”, empezó a decir la mujer, pero de repente se detuvo en seco al ver a Ricardo.
Cuando él se giró hacia ella, su corazón dio un vuelco. Era Sharon. Estaba mayor, pero igual de guapa. Los años habían sido amables con ella, envejeciéndola con gracia.
“Sólo quería tomar mi muñeca, Linda. Mi papá me la compró en mi último cumpleaños”, explicó Angie, sin darse cuenta de la tensión que se respiraba en el ambiente mientras Ricardo y Sharon se miraban asombrados. Ambos se quedaron sin habla, sin saber por dónde empezar.
Ricardo tomó la muñeca de la guantera y se la entregó a Angie. Intentó disimular, pero apenas podía apartar los ojos de Sharon.
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“Eh... ¿Sharon?”, dijo finalmente.
“Ricky”, respondió ella.
“Sabes, sigues siendo la única que me llama así”, dijo Ricardo con una risita incómoda antes de girarse rápidamente hacia Angie. “¿Ella es...?”, comenzó Ricardo, nervioso.
“Sí, es mi hija. An…Angie”, explicó Sharon titubeando.
“¡Gracias, señor!”, dijo la niña, abrazando a Ricardo con fuerza. La calidez del abrazo de la pequeña tomó desprevenido a Ricardo y su corazón se derritió. Hacía tiempo que no experimentaba un encuentro tan puro y cariñoso.
“Siento lo de tu abuela, Ricky”, le dijo Sharon a Ricardo, y luego se giró hacia su hija. “Angie, deberíamos irnos”, dijo ella, tirando suavemente de su hija. Se dieron la vuelta para marcharse:
“¡Espera! Por favor, Sharon. ¿Podríamos tomar un café? Sólo para ponernos al día. Ha pasado mucho tiempo”, suplicó Ricardo.
Sharon se detuvo, sin decir nada durante un breve instante. Luego, vacilante, se dio la vuelta y respondió: “Claro. Solo para ponernos al día”.
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Ricardo y Sharon se sentaron en el café cercano, mirando incómodos a su alrededor mientras Angie jugaba con los otros niños en la sección de juegos infantiles. El hombre por fin se armó de valor para romper el hielo.
“Mira, Sharon... Tengo que empezar disculpándome por cómo terminaron las cosas. Tomé una decisión estúpida...”, comenzó Ricardo antes de que Sharon interviniera.
“Está bien, Ricardo. Admito que me dolió. Pero fue hace mucho tiempo. Los dos éramos muy jóvenes. No nos quedemos en el pasado. Dime qué te ha estado pasando”, dijo Sharon.
“Sharon... Me gustaría que te quedaras con el auto. Después de todo, es tuyo”.
Ricardo y Sharon se pusieron a hablar. Se quedaron en el café durante horas, poniéndose al día. Él le contó a Sharon su éxito en Nueva York y que, aunque su carrera prosperó, nunca encontró el amor después de ella.
Sharon le contó que se había casado después de su partida. Y, aunque había encontrado un esposo estupendo, seguía recordando los momentos que compartieron. Incluso le puso a uno de sus tres hijos el nombre de su canción favorita, Angie.
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Ricardo se enteró de que el esposo de Sharon había fallecido. Las cosas se pusieron difíciles para ella económicamente, así que vendió el auto para ayudarse con las finanzas.
Su hija se enfadó con ella después de vender el vehículo, pero no mencionó nada sobre la muñeca. Supuso que estaba enfadada por todos los recuerdos y expediciones que habían vivido juntas en el auto.
Sharon admitió que en realidad no había querido venderlo y que no era partidaria de tomar el autobús, sobre todo criando a tres hijos, pero que había sido necesario dadas las circunstancias.
Se alegró de que hubiera caído en buenas manos. Ricardo llevó a Sharon y Angie de vuelta a casa. Incluso recogió a los otros dos hijos de Sharon de la escuela. Los niños estaban felices de estar en su auto de nuevo y estaban todos agradecidos con Ricardo.
“Lucas, por favor ayuda a tu hermana a preparar la cena. Estaré allí en un minuto”, gritó Sharon mientras sus hijos entraban corriendo en la casa mientras ella se quedaba cerca del auto con Ricardo.
“Vaya... Vaya equipo de fútbol que tienes entre manos”, bromeó el hombre.
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“Sí... Mis pequeños milagros. Pueden ser desastrosos, pero no sé dónde o quién sería sin ellos”, dijo la madre.
“Sharon... Me gustaría que te quedaras con el auto. Después de todo, es tuyo”, dijo Ricardo, entregándole a Sharon las llaves del vehículo.
“No, Ricardo. Eres muy amable. Pero, no. No es necesario. Estaré bien”, dijo ella, dando un paso atrás, incómoda.
“Por favor, Sharon. Es lo menos que puedo hacer por ti después de lo que hice. Me ayudaría a dormir mejor por la noche. Además, tú misma lo dijiste antes; ¿qué posibilidades había de que fuera yo quien comprara el auto de tu difunto esposo? Por favor, por mí”, insistió él.
“No lo sé, Ricardo. Eso es mucho. Quiero decir, ¿un auto?”, dijo Sharon, moviendo la cabeza en señal de desaprobación mientras miraba las llaves.
“Créeme. No es nada. Tengo muchos más en casa, y ninguno de ellos me dará la alegría y la paz que obtendré al poder hacer lo correcto por ti, aunque sea en lo más mínimo. Sé que nada material podría compensar el dolor que te he causado, pero por favor, permíteme al menos intentarlo. Si no por ti o por mí, por los niños”, suplicó él.
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Sharon aceptó a regañadientes la oferta de Ricardo. Se despidieron y él tomó un autobús de regreso a casa. Mientras volvía en el autobús, sonrió para sus adentros mientras miraba por la ventanilla.
“No, lo digo en serio. Me di cuenta de que esta era mi segunda oportunidad. Dios me dio una segunda oportunidad por el error que cometí hace tantos años. Fui un tonto, Sharon. Y tú... Fuiste amable conmigo después de todo lo que había hecho. Gracias”.
“¿Cuáles son las posibilidades?”, pensó Ricardo mientras salía del autobús. Ese fue su último pensamiento antes de que una luz brillante destellara desde su periferia. Ricardo fue repentinamente atropellado por un auto unos segundos después de bajar del autobús. Una ambulancia llegó instantes después y lo llevó al hospital.
Pocos días después, él recobró el conocimiento. Lo primero que vio al despertarse fue una muñeca en la mesita de noche junto a su cama de hospital. Al cabo de un rato, por fin la reconoció: era la muñeca de Angie. Instantes después de despertarse, Sharon y los niños entraron corriendo en la habitación. Angie le dio un cálido abrazo en ese mismo instante.
“Te dije que Linda lo mantendría a salvo”, le dijo Angie a su mamá.
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“Lo hiciste, ángel mío. Niños, por favor, déjenme un momento para hablar a solas con Ricardo”, dijo Sharon. Los niños salieron.
“¿Sharon? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?”, preguntó Ricardo débilmente
“Dos días. Uno de mis amigos que trabajan aquí te reconoció y me llamó inmediatamente. Estaban preocupados por ti, ya que nadie había venido a verte”, explicó Sharon.
“Gracias, Sharon. Mi estrella favorita”, dijo Ricardo tosiendo.
“Por favor, no me llames así. Sólo hice lo que cualquier otro hubiera hecho”, dijo Sharon.
“No, lo digo en serio. Me di cuenta de que esta era mi segunda oportunidad. Dios me dio una segunda oportunidad por el error que cometí hace tantos años. Fui un tonto, Sharon. Y tú... Fuiste amable conmigo después de todo lo que había hecho. Gracias”, confesó Ricardo entre lágrimas. Sharon lo besó en la frente y lo abrazó.
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Semanas después, Sharon estaba sentada bajo el viejo roble, como solían hacer Ricardo y ella años atrás.
“Me sorprende que sigas viniendo aquí”, dijo una voz detrás de ella. Se giró para ver a Ricardo acercándose a ella.
“¿Ricky? Creía que te habías ido a Nueva York”, dijo Sharon, sorprendida.
“Decidí volver a casa”, dijo Ricardo despreocupadamente, uniéndose a ella.
“Me alegro de tenerte de vuelta”, se limitó a decir Sharon mientras compartían una cálida sonrisa. Casi completamente sincronizados, ambos se recostaron sobre la hierba.
La primera estrella acababa de aparecer sobre ellos. Sin mediar palabra, se giraron el uno hacia el otro y se dieron un breve, inocente y suave beso. Luego siguieron contemplando la puesta de sol sin pronunciar una sola palabra.
Ricardo vendió sus negocios y se mudó a casa de su abuela. Como ya no trabajaba, pasaba la mayor parte del día ayudando a Sharon con los niños.
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Llegó a aprender que el dinero no era la clave de su felicidad. Sino más bien las numerosas y valiosas relaciones que lo acompañaban en el camino de la vida. Sharon quedó impresionada por el cambio de actitud de Ricardo. Se hicieron buenos amigos y, un año más tarde, se casaron bajo el viejo roble.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- El dinero o las cosas materiales no son la clave de la felicidad: Después de sacrificar lo que tenía con el amor de su vida, Ricardo aprendió que el dinero no es la clave de la felicidad.
- Dios da segundas oportunidades y siempre hay esperanza: Aunque Ricardo cometió un gran error, por la gracia de Dios, al final pudo arreglar las cosas.
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