La boda de mi mejor amigo iba sobre ruedas hasta que accidentalmente dijo el nombre equivocado en el altar — Historia del día

No debería haber venido. Sentada entre los invitados, me dije que sólo era otra boda, sólo otro capítulo de su vida que no tenía nada que ver conmigo. Pero entonces habló. Y en un instante, el aire cambió, la sala se llenó de jadeos y el día perfecto se deshizo ante mis ojos.

No debería haber venido.

Ese pensamiento martilleaba en mi cabeza, repitiéndose como una canción que no podía apagar. El gran salón de la capilla de Old Manor era impresionante: techos altos, lámparas de araña doradas que goteaban luz como miel derretida, hileras de rosas de marfil perfumando el aire.

Era la clase de boda de la que la gente hablaba durante años, la que te hacía creer en los cuentos de hadas.

Pero yo no.

Me senté rígida en la tercera fila, con las manos cruzadas sobre el regazo, las uñas presionándome la palma lo suficiente para sentir algo más que el dolor en el pecho.

Daniel se iba a casar. Y yo sólo era una invitada más. Una nota a pie de página en una historia de amor que ya no tenía nada que ver conmigo.

Lo miré, erguido ante el altar, con los dedos ajustándose el puño de la manga, un hábito nervioso que ya había visto cientos de veces.

Llevaba el pelo oscuro bien peinado y el traje impecable, perfecto. Pero por debajo de todo eso, había un destello de algo en sus ojos.

¿Estaba nervioso por los votos? ¿O por ella?

Julia.

Entró como una visión, con su vestido blanco ceñido en todos los lugares adecuados, su pelo rubio recogido en un intrincado giro que probablemente había tardado horas en perfeccionar.

El tipo de mujer que aparecía en las revistas nupciales, el tipo de mujer que sabía cómo ser amada sin esfuerzo.

Debería haber desviado la mirada, pero no lo hice.

Me quedé allí sentada, inmóvil, con el pulso zumbándome bajo la piel, observando el momento que debería haberme destrozado por completo.

Daniel sonrió.

Y entonces...

Exclamaciones agudas y dispersas como cristales rotos recorrieron la capilla.

Sentí que todo mi cuerpo se ponía rígido y que una ola de frío me inundaba. ¿Había oído mal? ¿Había imaginado la forma en que temblaba su voz, la forma en que aquellas palabras -palabras destinadas a otra persona- se habían deslizado tan fácilmente de sus labios?

"Te tomo, Sophie, por esposa".

No.

No, no lo dijo sin más.

El ramo de Julia resbaló de sus dedos y los pétalos se esparcieron por el suelo pulido. El sonido no fue fuerte, pero en el silencio atónito que siguió, pareció un disparo.

El rostro de Daniel perdió el color, su respiración se hizo entrecortada, como si acabara de despertar de un sueño y se hubiera dado cuenta de que la pesadilla era real.

El oficiante se quedó con la boca abierta, congelado en medio de la ceremonia, y su guion ya no servía para nada.

Se oyeron murmullos entre los invitados.

"¿Acaba de llamar Sophie a la novia?".

"¿Quién es Sophie?".

"Dios mío".

Quería desaparecer. Hundirme en el suelo, estar en cualquier parte menos aquí, en este momento, con todas las miradas dirigidas hacia mí.

Las manos de Julia temblaban a los lados, su rostro estaba tan pálido como el encaje de su vestido. Pero cuando habló, su voz era controlada, inquietantemente firme.

"¿Qué acabas de decir?".

Daniel parpadeó rápidamente, separando los labios como si de algún modo pudiera arreglarlo, como si las palabras adecuadas pudieran borrar lo que acababa de ocurrir.

"Me refería a Julia", balbuceó.

Pero todos sabíamos la verdad.

Su mirada parpadeó -sólo un segundo- hacia mí. Y en ese momento, algo pasó entre nosotros, algo que yo había fingido que no existía durante años.

Julia soltó una carcajada aguda y hueca, del tipo que no era risa en absoluto.

"Ni siquiera te das cuenta, ¿verdad?", dijo.

"Julia, yo..."

"No lo hagas". Se le quebró la voz, pero levantó la barbilla. "No me quedaré aquí humillada".

Giró sobre sus talones y el vestido se le enrolló en los tobillos mientras avanzaba furiosa por el pasillo.

Los invitados se apresuraron a apartarse de su camino, algunos susurrando, otros abiertamente boquiabiertos ante aquel desastre.

Su madre se levantó de un salto y corrió tras ella. "¡Julia, espera!".

Los padres de Daniel se quedaron paralizados, la madre con la mano en la boca y el padre mirando al frente como si pudiera hacer desaparecer toda la escena.

Nadie sabía qué hacer.

Algunos invitados se removieron incómodos en sus asientos. Otros se levantaron, murmurando excusas, cogiendo sus bolsos, ajustándose las corbatas.

Uno a uno, empezaron a marcharse.

Algunos se quedaron esperando, con la esperanza de que alguien hiciera algo para salvar la boda, pero ya no había nada que salvar.

Y Daniel se quedó allí de pie.

Tenía la mandíbula tensa, las manos apretadas a los lados, todo su mundo se derrumbaba delante de él.

Pero no miró a Julia.

Me miró a mí.

Sentí que se me retorcía el estómago, un peso nauseabundo que me oprimía el pecho.

Tenía que irme.

Así que lo hice.

Me di la vuelta.

Me alejé.

Apenas había salido cuando lo oí detrás de mí: sus pasos golpeaban la acera, rápidos, desesperados.

"Sophie, espera".

La urgencia de su voz me hizo detenerme, pero no me volví. No podía. El corazón me latía demasiado fuerte, el estómago se me retorcía en nudos imposibles.

"No quería que pasara eso", dijo Daniel, sin aliento, con la voz ronca y cruda. "Ni siquiera sé por qué he dicho tu nombre".

Apreté los puños, clavándome las uñas en las palmas de las manos, dispuesta a mantener la calma, firme, inquebrantable.

"Sí, lo sabes, Daniel".

Silencio.

Me volví lentamente, obligándome a mirarle a los ojos. Aún tenía la cara pálida por los destrozos de lo que acababa de ocurrir, la corbata ligeramente desabrochada y los hombros tensos.

"Estabas ante el altar, a punto de prometerte para siempre a Julia", dije, con voz tranquila pero firme. "Y dijiste mi nombre. No fue un accidente".

Se le cortó la respiración.

"Yo...", exhaló bruscamente y se pasó una mano temblorosa por el pelo, despeinándolo de tal forma que se parecía más al Daniel que yo conocía y no al novio que acababa de destrozar su boda.

"No sé qué decir".

"Entonces no digas nada", respondí.

Mi voz salió más firme de lo que sentía, pero por dentro me estaba desmoronando. El estómago se me revolvía, el corazón me latía demasiado deprisa, demasiado fuerte.

Porque ya sabía lo que tenía que decir.

"Arruinaste tu boda, Daniel".

Su rostro se tensó. Respiró hondo, como si se estuviera preparando para algo.

"Lo sé", susurró.

Vaciló, pero entonces sus ojos se clavaron en los míos, escrutadores, suplicantes.

"¿Pero sabes de qué me di cuenta cuando dije tu nombre?".

Sentí que se me cerraba la garganta. No quería saberlo.

Pero no me moví. Y mi silencio debió de animarle.

"Me di cuenta..." Tragó saliva y se le quebró la voz. "Se suponía que nunca iba a ser Julia".

Sus palabras me golpearon como un puñetazo en las costillas.

"Se suponía que siempre ibas a ser tú".

El dolor de mi pecho se convirtió en algo que apenas podía contener.

Dios, ¿por qué ahora?

Sacudí la cabeza. "No".

Su rostro se desencajó, con un destello de confusión tras sus ojos.

"¿No?".

"Hoy no puedes hacer esto, Daniel".

Su mandíbula se tensó. "Sophie...".

Retrocedí un paso y me rodeé con los brazos como si eso pudiera mantenerme unida.

"He pasado años haciendo las paces contigo eligiendo a otra persona", susurré. Me temblaba la voz, pero me obligué a seguir hablando.

"Me dije que me alegraba por ti. Que eras feliz. ¿Y ahora qué me dices? ¿Que por fin te has dado cuenta? ¿Que después de todo este tiempo, después de que ella se marchara, de repente soy lo que quieres?".

Se acercó un paso más. "Nunca fuiste la segunda para mí, Sophie".

"¿Entonces por qué la elegiste a ella?".

La pregunta flotaba entre nosotros, pesada, aguda, imposible de ignorar.

Daniel abrió la boca, pero no salió ninguna palabra.

Porque no tenía respuesta.

Y aquel silencio fue más fuerte que cualquier cosa que hubiera podido decir.

Me tragué el nudo que tenía en la garganta, parpadeando rápidamente contra el escozor que sentía detrás de los ojos.

"No puedo hacerlo", susurré.

Daniel inspiró bruscamente, como si estuviera a punto de protestar, a punto de alcanzarme, a punto de decir algo que lo cambiaría todo.

Pero no se lo permití.

Me di la vuelta.

Y me alejé.

Dejándole allí, solo, entre las ruinas de su boda.

Pasé la noche intentando mantener la compostura.

Llorar no me parecía bien. No después de todo lo que había pasado. No después de haberme alejado de él.

¿Pero fingir que no me dolía? Me parecía igual de imposible.

Llevaba horas deambulando por mi apartamento, repitiendo el momento una y otra vez: los gritos ahogados, la voz quebrada de Julia, la expresión atónita de Daniel, la forma en que me había mirado, como si por fin hubiera comprendido algo que yo sabía desde el principio.

Quería olvidar. Quería borrar el peso de mi pecho. Pero mi mente no me lo permitía.

Y entonces...

Sonó el timbre.

Me quedé helada, con la respiración entrecortada.

Sabía quién era incluso antes de abrir la puerta.

Daniel.

Estaba en mi puerta, aún con el traje de novio, aunque sin corbata y con la camisa arrugada, como si hubiera pasado las manos por ella toda la noche.

Tenía los ojos cansados y una expresión ilegible.

Crucé los brazos, sujetándome al marco de la puerta como si pudiera mantenerme firme. "Daniel, vete a casa".

"No he venido a confesar nada", dijo en voz baja. Su voz era áspera, como si llevara horas sin hablar.

Abrí la boca para decir algo, pero entonces vi lo que sostenía.

El regalo.

El que había pasado semanas preparando.

Respiré hondo y se me oprimió el pecho.

Lo miró y luego volvió a mirarme. "Sólo quería devolverte esto".

Durante un segundo, no pude moverme. No podía hablar.

Entonces, exhalé y me aparté. "Ábrelo".

Vaciló.

Tragué con fuerza. "Estaba destinado a ti, aunque hoy no haya salido como habíamos planeado".

Daniel asintió lentamente con la cabeza y retiró el envoltorio con cuidado.

Sus dedos recorrieron los bordes del collage, las fotos de nuestros mejores momentos. Viajes nocturnos por carretera. Puestas de sol en el muelle.

Aquella ridícula noche de karaoke en la que juró que los dos sabíamos cantar, aunque no pudiéramos.

Sus ojos recorrieron las notas manuscritas.

"Siempre decías que era la mejor noche". "Hiciste esta broma a las 2 de la madrugada, y todavía me río cada vez que la recuerdo". "Aquí eras más feliz".

Y al final, las palabras que había escrito sólo para él:

"Aunque tu vida es estupenda ahora, y espero que seas aún más feliz cada día que pase, quería que recordaras los momentos que te hicieron feliz".

A Daniel le temblaron las manos. Su respiración se entrecortó y sus dedos se tensaron en torno a los bordes del collage.

"Sophie...". Su voz apenas era un susurro.

Luego, lentamente, levantó la vista hacia mí.

"No lo entiendes, ¿verdad?".

Tenía lágrimas en los ojos. Su expresión era cruda, sin filtros, real.

"Fuiste tú quien me hizo feliz".

Inspiré, con el corazón retumbando en mis oídos.

Su mirada se mantuvo firme. Inquebrantable. Segura.

"Y hoy he estado a punto de cometer el mayor error de mi vida: casarme con alguien que no eras tú".

Las palabras se asentaron entre nosotros, pesadas, inquebrantables.

No sabía qué decir.

Ya no sabía qué sentir.

Entonces, suavemente, preguntó: "¿Puedo pasar?".

Y esta vez...

no dije que no.

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