Me avergonzaba de mi abuela y no la invité a mi cumpleaños, pero igual me dio un regalo - Historia del día
Por egoísmo y resentimiento, me sentía avergonzada de mi abuela que padecía una enfermedad terminal, hasta que un día me envió una caja.
Odiaba a Carmen. Era mi abuela y había estado viviendo con ella desde que perdí a mis padres en un incendio en una casa hace varios años. Tuve que mudarme a su ciudad e inscribirme en una nueva escuela. Aquello no había sido tarea fácil, pero ella me ayudó.
Ella fue mi roca en esos momentos difíciles. Por eso sentí mucha tristeza y horror cuando me di cuenta de que poco a poco ella perdía el contacto con la realidad.
Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Pexels
Comenzó después de mi regreso de la universidad. Había asistido a una en otra ciudad, y mi abuela siempre me recibía en el aeropuerto para recogerme. Después de eso siempre comíamos pizza en Linguini's, nuestro lugar favorito.
Cuando regresé ese año, ella no estaba esperando en el aeropuerto. Por alguna razón, me dolió el cambio repentino en lo que consideraba nuestra pequeña tradición.
Para echar sal en mi herida, cuando llegué a su casa la vi viendo la televisión sin ningún cuidado en el mundo. Cuando me vio, inmediatamente pareció alarmada.
“¿Luisa? ¿Eres tú?”, preguntó. Me quedé en silencio conmocionada. Pensé que era una broma. Luisa era el nombre de mi difunta madre.
“¿Por qué no dices nada?”, preguntó Carmen. “¿Dónde está ese guapo esposo tuyo?”, me quedé allí de pie, estupefacta. Prácticamente podía sentir el color desaparecer de mi cara. “Abuela”, dije. “No es Luisa, es su hija María”.
“¿María?”, le tomó un minuto o dos recordarme, pero sus ojos se iluminaron con aceptación y amor cuando lo hizo. “Oh María, ¿cómo estás? No te esperaba hoy”, dijo.
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Ignoré lo que dijo y la observé bien. Se veía demacrada, como si no hubiera comido bien en días. Su piel se veía pálida y poco saludable. Me acerqué a ella y le di un gran abrazo antes de disculparme por no informarle de mi llegada.
A pesar de que le había enviado un correo electrónico la semana anterior. La cena fue un asunto tortuoso para mí. Trataba de averiguar qué estaba pasando y al mismo tiempo vigilaba a Carmen.
Ella parecía contenta con solo mirar su comida en lugar de comerla. Finalmente, tuve que alimentarla y decidí llevarla a un chequeo médico al día siguiente.
El diagnóstico me preocupó mucho. “Lydia se encuentra en las primeras etapas de la demencia”, dijo el médico. “¿Demencia?”, pregunté. “¿Quiere decir que poco a poco perderá sus recuerdos y su identidad?”.
“Sí, y no podemos predecir qué tan grave será”, respondió el galeno. “Ahora lo mejor que puedes hacer es estar ahí para ella”.
Así fue como mi vida se vinculó invariablemente a la de mi abuela. No estuvo mal al principio. Ella era esencialmente normal, excepto los momentos en los que necesitaba que refrescara parte de sus recuerdos.
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Sin embargo, empeoró a medida que envejecía. Su olvido adquirió otra magnitud. Su cuerpo incluso comenzó a fallarle. Ya no podía usar bien sus manos debido a la artritis. También estaba muy descoordinada.
Sus cuidados diarios recayeron en mí: la bañaba, la vestía, la alimentaba e incluso la ayudaba a usar el baño. Al principio, no me importaba, pero después de años sin un final a la vista, comencé a cansarme.
Me gradué de la universidad a los 22. Cinco años después todavía me encargaba de los cuidados de mi abuela. Además, trabajaba en el turno de 9 a.m. a 5 p.m. en una hamburguesería. No me gustaba mucho el trabajo y las necesidades de mi abuela me asfixiaban.
Necesitaba vivir para mí, libre de toda obligación de cuidarla. Su demencia se había vuelto tan terrible que ya no recordaba mi nombre.
Me llamaba por una variedad de nombres mientras la atendía, y realmente solo me frustraba más. Sentía como si estuviera dando todo por alguien incapaz de reconocer mis esfuerzos.
Cuando mi cumpleaños número 23 comenzó a acercarse, me sentía emocionada por eso, También estaba decidida a continuar con mi vida a cualquier costo. Desafortunadamente, la salud mental de Carmen continuó deteriorándose y mi resentimiento aumentó.
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Ella ya no podía recordar a las personas ni su propia identidad. A menudo deambulaba en la calle. Eso me hizo comenzar a dejar las puertas cerradas con llave antes de irme al trabajo.
Eventualmente, comencé a llevarla a caminar al parque, pero siempre era una experiencia embarazosa. Mi abuela hacía todo tipo de travesuras.
Una vez, se orinó encima y cuando le pregunté por qué lo había hecho, tímidamente me dijo que no recordaba qué hacer. A raíz de eso comencé a comprarle pañales para adultos, lo cual también era vergonzoso.
Todo acabó con mi paciencia y mi buena voluntad. Un día comencé a arremeter contra ella cada vez que me parecía que había hecho algo mal, y eso sucedía a menudo.
Estaba muy avergonzada de ella y ocultaba su condición a mis amigos y compañeros de trabajo. Eso me llevó a mi siguiente dilema. Cómo evitar que se encontraran con mi abuela si las invitaba a mi fiesta de cumpleaños.
Mis opciones se limitaban a no tener la fiesta, o que ella no estuviera en la casa. Lo pensé durante unos días y luego decidí sacarla de la vivienda permanentemente.
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Ya se estaba acercando a los 90. Eso significaba que podría enviarla a una residencia de ancianos para que viviera allí. Hice los arreglos de forma egoísta. Una semana antes de mi cumpleaños, la llevé a lo que esperaba que fuera su nuevo hogar.
La instalación era un lugar seguro y acogedor, lleno de personas mayores como ella. Mi conciencia estaba satisfecha, o eso creía.
Llevé a cabo mi fiesta de cumpleaños, pero se sintió diferente. Fue una celebración de lo lejos que había llegado. Pero la persona que había facilitado mi viaje estaba en otro lugar, expulsada de su propia casa por la niña que había criado.
No me sentí muy feliz, pero pensé que era lo mejor. Podría concentrarme en mi propio progreso. Pero al día siguiente, abrí la puerta y vi un paquete en la puerta.
Lo recogí y verifiqué la dirección del remitente: era del hogar donde se hospedaba mi abuela. Contenía un suéter feo y una carta escrita con garabatos infantiles. “Querida Olivia”, sí, otra vez se equivocó de nombre.
“Me doy cuenta de que mi existencia ha sido una carga para ti durante demasiado tiempo y lo siento. Mi cerebro no funciona como antes, pero nunca podría olvidar tu cumpleaños”, escribió la anciana.
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“Por favor, acepta este suéter, sé que no es mucho. Lo hice yo misma. Me dolió mucho por mi artritis, pero quería darte algo. Feliz cumpleaños Carla. La abuela te ama”.
La carta me rompió el corazón. Lloré durante mucho tiempo, pensando en todo mi comportamiento pasado hacia ella.
No era culpa suya que su cuerpo estuviera muriendo; era natural. Al día siguiente, la recogí de la instalación y prometí cuidarla hasta que una de nosotras ya no existiera.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Aprecia a tu familia mientras la tengas. Carmen perdió la mayoría de sus recuerdos y funciones corporales, por lo que cuidarla era una tarea muy difícil. Eso afectó su relación con María, quien se deshizo de ella. Afortunadamente, la joven se arrepintió, de lo contrario, probablemente habría tenido que vivir con la culpa.
- El egoísmo nubla el juicio. María le hizo eso a su abuela por egoísmo. No le importaba que había sido ella quien la había acogido cuando necesitaba a alguien, ni recordaba que la había criado. La joven solo quería disfrutar su vida. Finalmente recapacitó, pero su egoísmo casi le costó el único pariente vivo que le quedaba.
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien. Si deseas compartir tu historia, envíala a info@amomama.com.