Accidentalmente se me cayó la alcancía que mi abuela me regaló hace 32 años y salieron diamantes de ella – Mi Historia
La abuela Lola era la persona más encantadora de mi vida después de mi difunta madre, y quedé destrozado cuando murió. Un día, se me cayó accidentalmente la alcancía que me había dejado, y de su interior salieron diamantes… MUCHOS.
Las abuelas deberían querer a sus nietos. Las abuelas deberían saber tejer suéteres y hornear galletas. Las abuelas deberían tener corazones gentiles y tiernos.
La abuela Lola no cumplía con ninguno de esos requisitos. Era una mujer frágil y encorvada que atizaba a los niños traviesos en la barriga con su bastón y se reía de la forma más aterradora cuando miraba su televisor antiguo.
Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Pexels
"¡Abuela!", su risa solía asustarme a veces, "¡tú… tú me asustas, abuela!", le decía.
"¡Oh, Marcos, hijo mío!", se reía. "La vida es demasiado corta para eso. Ven conmigo. Veamos juntos este programa".
Yo me sentaba a su lado, abrazado a mi peluche, aterrorizado de que se convirtiera en un monstruo y me devorara. Solo tenía cuatro años cuando murió mi madre, y después papá trajo a casa a Clara, que se convirtió en mi madrastra.
Clara no era buena. Solo me quería cuando papá estaba en casa, y luego se olvidaba de que yo existía. Como Clara y papá trabajaban, nos mandaban a mí y a mi hermanastra, Andy, a casa de la abuela mientras ellos estaban fuera.
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La abuela Lola cocinaba las peores y más insípidas comidas, pero nos alimentaba con amor. Aunque fingía ser una abuelita áspera, dura y descarada, tenía un corazón encantador que sabía querer a todos los que la rodeaban. ¡Qué tonto fui al no darme cuenta de eso!
"¿Han visto todo el pollo que les he preparado?", se jactó un día después de estropear el pollo al curry. "¡Si se lo comen, crecerán tanto como una jirafa!". Y volvió a soltar esa risa aterradora.
Tuve miedo de la abuela Lola hasta los diez años. Seis años, ese fue el tiempo que tardé en adaptarme a su cocina, sus risas y sus chistes malos. Pero para entonces, no podía imaginar mi vida sin ella.
Me protegía de todo lo malo como una madre protege a su hijo. Veía las cosas malas que me pasaban y me defendía.
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Andy y Clara me odiaban. Amaban a mi padre y me querían fuera de sus vidas. Así que cuando papá no estaba, me decían cosas hirientes y me molestaban. Inclusive, una noche Clara no me dio de cenar. Papá estaba de viaje de negocios y ella nos cuidaba.
Cuando a la mañana siguiente fui a casa de la abuela Lola, la abracé y lloré. Y con mis lágrimas fluyendo libremente, todo mi miedo por ella se desvaneció también.
"¡Ay, cariño!", me preguntó preocupada. "¿Por qué lloras, Marcos?".
Nunca olvidaré el amor y la calidez que sentí en su abrazo aquel día. Era la primera vez que me sentía tan seguro y querido después de la muerte de mi madre.
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"¿Ella hizo qué?", preguntó la abuela Lola.
"Clara no me dio de cenar, abuela", sollocé. "Y tenía tanta hambre…".
"¡Mentiroso!", gritó Andy. "¡No le creas abuela! Está mintiendo".
"Bueno", dijo sabiamente la abuela Lola. "¡Averiguaremos quién dice la verdad y quién no!".
La abuela Lola entró en la cocina, preparó una olla grande de su pollo al curry y tostó pan.
"¡Coman!", dijo, sirviéndonos a los dos enormes porciones de comida.
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Tenía tanta hambre que me abalancé sobre la comida. El pollo estaba horrible, como siempre, pero me moría de hambre y me lo comí todo de un tirón. Normalmente, solo podía comer unos pocos bocados.
La abuela estaba furiosa aquel día. Se le notaba la rabia en los ojos. "¡Cómo se atreven tu madre y tú a hacerle esto a mi nieto!", le gritó a Andy, que apenas comía. "¿Qué más te han estado haciendo, Marcos?".
Aquel día me desahogué con la abuela y ella le contó a papá lo de Clara y Andy. Pero Clara fingió una disculpa delante de papá y consiguió una vez más hacerse pasar por una "buena" mujer.
Después de aquello, nada cambió. La única diferencia fue que empecé a pasar más tiempo con la abuela Lola y su amigo, el señor Tomás. Era vecino de la abuela Lola, y ella cuidaba de él después de que su familia lo abandonara.
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Andy y Clara, así como el resto de nuestros parientes, se burlaban de la abuela Lola por cuidar del señor Tomás y la insultaban.
"¡Se acuesta con ese vecino rico y solitario!". Decía Clara de la abuela y el Sr. Tomás. "¡Esa vieja bruja no tiene vergüenza!".
Me sentía fatal cuando decían eso de la abuela, pero a papá… no sé qué le pasó. Parecía que Clara lo había cambiado. No le importaba nada de lo que pasaba a su alrededor. La abuela Lola era su madre, ¡y ni siquiera se preocupaba por ella!
De hecho, cuando la abuela enfermó y quedó postrada en cama, nadie vino a verla. Yo tenía 15 años y era el único que la cuidaba.
"¡Eres un chico cariñoso, Marcos!". Me dijo la abuela Lola un día. "Verás, cariño, todo tu amor y tus cuidados serán recompensados algún día. La bondad no tiene precio, pero también puede traer retribuciones inesperadas".
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***
Treinta y dos años después, miré la alcancía que me había dejado y recordé sus carcajadas estridentes y aterradoras. Se me llenaron los ojos de lágrimas al darme cuenta de lo tonto que había sido al pensar que era una mujer temible que se convertiría en un monstruo y me comería.
Cuando la abuela Lola murió, descubrí que había dividido su herencia a partes iguales entre Andy y yo. Pero me había dejado una cosa más: su vieja alcancía, que adornaba la estantería de mi habitación.
Un día, estaba limpiando la estantería cuando se me cayó accidentalmente. Al romperse en pedazos, me quedé petrificado. Junto con los trozos rotos, en el suelo había piedras… trozos brillantes y relucientes… ¡muchos!
¿Estoy soñando? ¿Son… diamantes?
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La abuela Lola llevaba una vida bastante sencilla. Tenía en casa un viejo televisor roto que había estado usando desde que se casó. Nunca la había cambiado, ni se había mudado. En su vieja casa había pasado toda su vida.
Me senté, limpié las piezas rotas y clasifiqué las "piedras". Había leído en alguna parte que los diamantes de verdad no se empañan al respirar sobre ellos, y me sorprendió descubrir que aquellas piedras eran… ¡diamantes!
No entendía cómo habían acabado en manos de la abuela Lola. Eso fue hasta que levanté un enorme trozo roto de la alcancía y hallé la nota de la abuela Lola.
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La nota decía:
"Mi querido Marcos,
Gracias por ser el nieto encantador que fuiste. ¿Recuerdas que te dije que el amor y la bondad te serían recompensadas? Bueno, el Sr. Tomás me dejó esto antes de morir. Son las reliquias de su familia que pasaron de generación en generación. Me las dio como agradecimiento por cuidar de él, y yo quería dártelas a ti como premio por ser mi mejor nieto.
Te serán útiles siempre que necesites ayuda. Siempre te he querido, mi pequeño. Siento que la abuela no pudiera hacerte galletas y tejerte suéteres como otras abuelas. Pero, ¿acaso las abuelas dejan de ser abuelas si no hacen todo eso?".
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¿Qué opinas tú? ¿Se supone que las abuelas tienen que ser siempre figuras cariñosas y afectuosas? ¿O pueden ser ingeniosas, encantadoras, inteligentes, pero también cariñosas y atentas, como mi abuela Lola?
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien. Si deseas compartir tu historia, envíala a info@amomama.com.