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Hombre mayor caminando con un bastón. | Foto: Flickr.com/Isabel Sommerfeld (CC BY 2.0)
Hombre mayor caminando con un bastón. | Foto: Flickr.com/Isabel Sommerfeld (CC BY 2.0)

Hijos no se preocupan por la desaparición de su padre enfermo hasta que reciben llamada del abogado de la familia - Historia del día

Patricio se dio cuenta de que sus hijos y su esposa no se preocupaban por él ni siquiera cuando enfermaba, así que desapareció una noche. Apenas se dieron cuenta hasta unos meses después, cuando un abogado los llamó con una noticia sorprendente e increíble. Pero entonces, se enteraron de una dura verdad que nunca esperaron de un completo desconocido.

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“¡Oigan, chicos! Espérenme”, le dijo Patricio a sus hijos, que estaban saliendo del colegio al final del día. Él trabajaba en su instituto como conserje y los saludaba de vez en cuando, pero Eliza y Darío casi siempre lo ignoraban. Sin embargo, hoy debería haber sido diferente.

Los vio poner los ojos en blanco, pero al menos se detuvieron. “¿Qué?”, preguntó Eliza con petulancia.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“Recuerdan que hoy es mi cumpleaños, ¿verdad?”, preguntó, esperanzado.

“OK”, dijo Darío, encogiéndose de hombros.

“Bueno... eh... ¿no van a decir nada?”, preguntó Patricio, frunciendo el ceño.

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“Feliz cumpleaños, supongo”, dijo Darío y se alejó. Eliza no pronunció palabra y empezó a seguir a su hermano pequeño.

¿Era culpa suya que sus hijos lo trataran así? Tal vez sí.

Eso era habitual. La familia de Patricio no era precisamente perfecta. De hecho, él estaba seguro de que su esposa, Samanta, y sus hijos lo odiaban por su trabajo y lo poco que ganaba. Sin embargo, sabía que los niños eran así porque su madre los había envenenado contra él.

Ella lo reprendía a menudo por su falta de ambición y por no hacer planes para el futuro, prefiriendo vivir el momento. Patricio también sabía que ella tenía un amante, pero intentaba ignorarlo. No quería divorciarse de ella y alejarse de sus hijos, aunque ya parecía que había kilómetros entre ellos.

Él intentaba mejorar su relación, pero, desde que se hicieron mayores, Darío y Eliza habían comenzado a mirarlo con el mismo desdén que su madre. Refunfuñaban por tener que pedir préstamos para la universidad más adelante y por no recibir autos por sus cumpleaños como sus compañeros de clase. Patricio intentaba ignorarlo y hacerlo lo mejor posible, pero cada día le resultaba más cansado.

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Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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Se sintió mareado mientras los miraba alejarse de él, sin siquiera fingir desearle un feliz cumpleaños de verdad. El aire abandonó rápidamente sus pulmones, y era como si no pudiera meter más en su cuerpo. De repente, el mundo se volvió negro, pero sintió cuando su cuerpo cayó al suelo.

Se dio cuenta de que se había acercado gente. Algunos gritaban que llamaran al 911 y otros lo tocaban. Sólo podía esperar que sus hijos no se asustaran demasiado antes de perder el conocimiento. Ese mismo día, Patricio se despertó en una habitación de hospital y los médicos le dijeron que tenían que hacerle varias pruebas más por problemas pulmonares.

Cuando los médicos se marcharon, Patricio miró a su alrededor y vio a sus hijos sentados mirando sus teléfonos. “Todo va a salir bien, chicos. Pronto estaré bien y podremos irnos a casa juntos”, les aseguró.

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Eliza levantó la vista de su teléfono. “Bueno, ahora que estás despierto, llamé a mamá para que nos recoja. Claro, tenías que desmayarte un día en que yo tenía planes”, dijo insensiblemente.

Darío no dijo nada, y Patricio se sintió aún peor por eso que cuando se había desmayado. Samanta vino, fingió ver cómo estaba, habló con el médico y se fue con los chicos. Los médicos querían que Patricio pasara la noche en el hospital para ver cómo estaba, así que no podía irse a casa con ellos.

Estar en el hospital sin nadie no hacía más que acentuar su soledad. A sus hijos no les importaba. A su esposa tampoco, y Patricio se preguntaba si podía hacer algo para cambiar esa situación.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Pexels

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A la mañana siguiente, el médico lo sentó y le dio la peor noticia que nadie podía recibir. Patricio tenía cáncer de pulmón, y estaba en fase 2. Podía recibir tratamiento, operarse y, con suerte, sobrevivir.

“Sin embargo, no podrá trabajar y necesitará mucho apoyo. Este tipo de enfermedad no es fácil. Pero por ahora, puede irse. Le remito a nuestro oncólogo, y usted y su familia pueden pedir cita. Le recomiendo encarecidamente que se someta a tratamiento lo antes posible”, le dijo el médico después de explicárselo todo.

Patricio no sabía qué hacer. Lo único que quería era llegar a casa, contárselo a su familia y que le dieran su opinión sobre qué hacer. Puede que fueran egoístas y descuidados, pero esperaba que su diagnóstico cambiara la actitud de su familia. Pero él se equivocó.

“¡Dios! ¿Tienes cáncer? Como si necesitáramos más gastos”, dijo Samanta sacudiendo la cabeza, luego se dirigió enfadada a su dormitorio.

Los chicos no sabían qué decir, pero tampoco parecían muy preocupados. “Está en fase 2. No es nada peligroso”, dijo Darío.

“Es peligroso, Darío. La gente muere todo el tiempo, y el cáncer de pulmón puede ser agresivo. Podría necesitar una operación seria”, dijo Patricio con cuidado.

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“Bueno, es lo que hay”, continuó su hijo de 16 años. Su actitud despreocupada era irritante.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“¿Entienden lo que digo? Es cáncer, chicos”, agregó Patricio, sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero negándose a emocionarse demasiado.

“Bueno, no somos médicos. ¿Qué se supone que debemos decir?”, dijo Eliza, levantando las manos a un lado. Su hija de 18 años tampoco estaba muy preocupada, y Patricio sólo pudo suspirar.

“Hola”, saludó Eliza con los labios resecos. “¿Conocía a nuestro padre?”.

“Bien”, dijo y los dejó ir a sus habitaciones. Todos actuaban como si nada hubiera cambiado durante los días siguientes. Todo era igual para ellos.

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No se preocupaban por él. Patricio sólo podía preguntarse si todo su enfoque de la vida era erróneo, es decir, vivir el momento, no preocuparse por el dinero y no tener ambiciones profesionales. ¿Era culpa suya que sus hijos lo trataran así? Tal vez.

Al cabo de unos días, estaba seguro de que era así, y había llegado el momento de darles lo que querían. Hizo las maletas cuando todos dormían y se marchó.

“Tu padre se fue”, dijo la madre de Eliza por la mañana.

“¿A trabajar? Creía que tenía que renunciar”, comentó ella, despreocupada.

“No. Quiero decir que se fue, se fue. Ya no está su ropa”, agregó Samanta.

“Bueno, qué dramático”, murmuró Darío. Luego todos volvieron a sus vidas.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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Eliza siguió disfrutando de su último año sin preocupaciones. Darío salía con sus amigos más a menudo y le encantaba que su padre, el conserje, ya no lo avergonzara. Samanta empezó a salir abiertamente con su compañero sentimental, que terminó mudándose a su casa.

Sus vidas no cambiaron. Pensaban que esto era mejor que cuando su padre vivía en casa. Sin embargo, todo cambió cuando un abogado los llamó diciéndoles que representaba la herencia de su padre y que necesitaba verlos.

“¿Por qué tendría papá un abogado? Son caros”, refunfuñó Darío, y él y su hermana llegaron a la oficina del abogado.

“No lo sé. Pero veamos de qué se trata”, respondió Eliza. “No sé por qué dijo patrimonio. ¿No es esa la palabra que usan los abogados cuando alguien muere?”.

“¿Eso creo? ¿Crees que...?”, Darío frunció el ceño, mirando a su hermana con los ojos ligeramente más abiertos.

“No”, dijo ella, negando con la cabeza. “No... ¿verdad?”.

El asistente del abogado los condujo a la oficina, y ambos adolescentes se sentaron frente a un hombre voluminoso que se presentó como el señor Levy.

“Bueno, los hijos pródigos están aquí”, dijo sarcásticamente el abogado, poniéndole los pelos de punta a Eliza.

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Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“¿Perdón?”, preguntó ella, empezando a ofenderse.

“¿Alguno de ustedes sabe que su padre está muerto?”, continuó el Sr. Levy.

Los dos adolescentes se sentaron en sus asientos y se miraron. Siempre habían despreciado a su padre, al menos desde que tenían más de doce años, y no sabían dónde se había metido. Pero no lo querían muerto.

“No”, susurró Darío. “¿Qué le pasó?”.

“¿Qué le pasó?”, preguntó el Sr. Levy, alzando la voz. “Su padre tenía cáncer de pulmón. Murió. Se fue para siempre, y ninguno de ustedes fue al funeral. Rayos, ni siquiera se preocuparon por él. Lo sé todo sobre ustedes dos, pero de alguna manera, su padre todavía los quería, y por eso están aquí”.

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“Señor, por favor. Cálmese. No lo sabíamos... somos niños”, empezó Eliza, tropezando con sus palabras.

“Tienes 18 años. Tu hermano tiene 16. Los dos son lo bastante mayores para saberlo”, dijo el Sr. Levy dirigiéndoles una mirada sombría. “En fin, vayamos al grano. A Darío, tu padre te ha dejado el auto de tus sueños y me dijo que te dijera: “Feliz cumpleaños con retraso, querido muchacho. Espero que disfrutes de este auto”.

El abogado le lanzó unas llaves a Darío golpeándolo el pecho con dureza.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“A mi preciosa niña, te dejé un pequeño fondo fiduciario que te ayudará a empezar la universidad. Siento no haber podido hacer más por ustedes mientras vivía, pero espero poder compensar algunos de mis errores con este dinero. Loa ama, papá”, terminó de leer el abogado.

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“¿Un fondo fiduciario?”, preguntó Eliza, con la boca abierta por la sorpresa.

“Sí, tiene unos 50.000 dólares. Espero que sea suficiente, y me han dicho que el auto vale unos 20.000 dólares. Así que espero que estén agradecidos”, contestó el abogado con enfado. “No creo que ninguno de los dos se merezcan estos regalos después de cómo trataron a su padre, pero eso no lo decido yo. Esta es la dirección donde fue enterrado. Ojalá lo visiten, pero no esperaré nada bueno de ustedes. Mi asistente tiene el resto de los detalles. Por favor, váyanse. Que les vaya bien”.

Darío y Eliza se levantaron a regañadientes de las sillas de su oficina y salieron. Eliza consiguió toda la información para poder acceder a su fondo fiduciario inmediatamente. El auto de Darío estaba justo fuera. Los dos adolescentes se quedaron parados junto a él fuera del edificio del bufete de abogados. Se quedaron helados y sin habla.

“¿Cómo... por qué... qué...?”, empezó Darío, pero no pudo formular bien las preguntas.

“Sí”, dijo Eliza porque entendía perfectamente a su hermano. Recordaron toda su vida y lo bueno que su padre había sido siempre con ellos. Sin embargo, ellos habían sido horribles con él.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“Deberíamos ir a visitarlo.... ¿Verdad?”, continuó Darío, y Eliza asintió. Se sentaron en el auto nuevo de Darío, pensando en las implicaciones. ¿De dónde y cómo había sacado su padre ese dinero? ¿Por qué les daría esas cosas después de todo? ¿Por qué murió tan rápido? ¿Qué le ocurrió?

Llegaron al cementerio y caminaron despacio hasta donde estaba su lápida, pero ya había alguien allí. “Oh, vaya. Esto es un puñetazo en el estómago. Se parecen mucho a él”, dijo un extraño hombre sentado en una silla plegable junto a la tumba cuando los vio.

“Él hablaba muy bien de ustedes a pesar de todo. Puede que haya esperanza para ustedes dos”.

“Hola”, saludó Eliza con los labios resecos. “¿Conocía a nuestro padre?”.

El hombre se burló. “Mucho mejor que tú. Y fui mucho más amable con él estos últimos meses”, respondió, volviendo la vista hacia la tumba.

“Señor, por favor. ¿Puede decirnos qué pasó?”, pidió Darío. Sus ojos mostraban verdadero dolor por primera vez desde que escucharon la noticia.

“¿Les importa?”, preguntó el hombre, y fue como si les disparara con una pistola directa al corazón. Pero sólo dolía porque su pregunta era muy sincera.

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“Sí nos importa”, respondió Eliza, avergonzada.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“Bueno, su padre se unió a nuestro grupo de apoyo contra el cáncer meses atrás, y todos nos hicimos amigos. ¿Saben lo que dijo en su primera reunión?”, preguntó el hombre, pero no esperaba una respuesta. “Patricio dijo: ‘Fui un mal padre para mis hijos. No trabajé lo suficiente para prepararles la vida. Me odiaban por eso. El cáncer me hizo darme cuenta de que tenía que hacerlo mejor. Ahora voy a trabajar el doble para dejarles algo cuando me haya ido’”.

Eliza y Darío tragaron saliva sonoramente.

“Al principio, la gente pensaba que había sido negligente o algo así, pero luego, supimos más de su vida y nos dimos cuenta de que era un buen hombre, un buen padre y una persona cariñosa, sobre todo cuando empezó a trabajar en cuatro empleos y se negó a someterse a tratamientos”, continuó el hombre. “Él no quería que lo supiéramos, pero yo me di cuenta”.

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“¿Cuatro empleos?”, dijo Darío, desconsolado.

“Sí. Trabajaba en una construcción y tenía que cargar sacos de arena y más durante horas cuando apenas podía respirar. Trabajaba en una gasolinera por la noche, cortaba el césped y repartía cosas, aunque no tenía auto”, continuó el desconocido.

Eliza empezó a llorar en silencio, imaginando a su padre haciendo todo ese esfuerzo.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“Sí, me convertí en su contacto de emergencia. A menudo se desmayaba en el trabajo y lo llevaban a clínicas, pero él rechazaba la asistencia y volvía al trabajo. Finalmente, decidí que ya era suficiente. Le di algo de dinero que había ahorrado yo mismo para que se tratara”.

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“Sus síntomas habían empeorado mucho. Quería que por fin recibiera quimioterapia, pero ahora sé que utilizó el dinero para ustedes”, añadió el hombre, mirando de reojo el caro automóvil aparcado a la salida del estacionamiento. “No lo resiento por eso, pero no creo que ustedes se lo merezcan. No merecían a un padre como él”.

Darío cayó de rodillas ante esas últimas palabras, y Eliza sollozó con fuerza. “Lo sentimos, papá”, se lamentó ella, y tocó su lápida.

“Lo sentimos mucho”, dijo también Darío, llorando. Sus lágrimas no cesaron durante un largo rato. Finalmente, el desconocido se levantó y se fue a casa, dejándolos con su dolor.

Cuando se les secaron las lágrimas, Eliza recordó que, años atrás, él la había acompañado a un baile de padres e hijas en el colegio. “Algunas chicas decían que sus padres no podían asistir porque trabajaban, pero el nuestro sí. Él siempre estaba allí”.

“Sí, siempre estaba presente”, coincidió Darío. “Construyó aquel proyecto de cohete para mi feria de ciencias de tercero. Fue una locura, pero nos divertimos mucho”.

“¿Por qué? ¿Por qué fuimos unos monstruos con él?”, se preguntó Eliza, con las palabras saliéndole del alma.

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“No lo sé. Pero... no puedo quedarme con ese auto”, dijo Darío.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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“No puedo ir a la universidad con ese dinero. Pero, ¿estaríamos desperdiciando el sacrificio de papá?”, le preguntó a su hermano pequeño, y él frunció los labios.

“Creo que hay algo mejor que podríamos hacer por él”, dijo Darío. Y Eliza estuvo de acuerdo.

Al día siguiente, lograron encontrar al hombre que estaba en el cementerio. Estaba de vuelta, visitando la tumba de su padre. Se llamaba Gerardo, y Eliza le había extendido un cheque.

“No sé cuánto dinero necesita para sus tratamientos, pero avíseme si necesita más”, le dijo ella. “Estamos tratando de enmendar las cosas. Sé que esto no es suficiente, pero Darío y yo trabajaremos toda nuestra vida para compensar cómo tratamos a nuestro padre”.

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Gerardo se quedó callado, pero aceptó el dinero. “Gracias”, dijo. “Él hablaba muy bien de ustedes a pesar de todo. Puede que haya esperanza para ustedes dos”.

Con la ayuda de Eliza, Darío vendió su auto y decidieron donar el dinero a una organización local de lucha contra el cáncer infantil, que ayudaba a niños de familias con pocos recursos a recibir tratamiento. Se aseguraron de dejar claro que el verdadero donante era Patricio. Los hermanos se sintieron mejor después de hacer eso, pero todavía no era suficiente.

Eliza le pidió a Gerardo su número de teléfono y se mantenían en contacto con él. No tenía familia ni nadie a su lado, así que ella y Darío empezaron a acudir a las citas de quimioterapia con él. Lo acompañaban siempre que podían después del colegio, para que no se sintiera solo.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

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Su madre odiaba todo lo que estaban haciendo y se quejó cuando le hablaron de renunciar al dinero. Así que Eliza se mudó después de graduarse y Darío la siguió unos años más tarde. No se separaron de ella del todo porque ya habían aprendido el dolor de perder a uno de los padres, pero no estaban cerca de ella a menudo.

Ambos se dieron cuenta de que habían seguido su ejemplo y no querían volver a las andadas. En lugar de eso, se centraron en la universidad y en trabajar a tiempo parcial para cubrir sus necesidades. Consiguieron préstamos estudiantiles y vivían frugalmente, pero eran más felices que nunca.

Al cabo de un año, Gerardo estaba oficialmente en remisión y se lo llevaron a la playa para celebrarlo. “Nuestro padre siempre quiso ver el mar, pero nunca tuvimos tiempo. Hagamos más tiempo”, sugirió Eliza, y Darío y Gerardo estuvieron de acuerdo.

¿Qué podemos aprender de esta historia?

  • La vida es demasiado corta para tratar a tus seres queridos como si no importaran: Darío y Eliza aprendieron esta lección demasiado tarde, pero pasaron el resto de sus vidas compensándolo.
  • El dinero no es tan importante en el gran esquema de la vida: Patricio se preocupaba más por su familia que por su carrera, y sus hijos no lo apreciaron hasta su muerte.
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