Mujer dada por muerta desde hace 20 años aparece en el funeral de su hijo - Historia del día
Tras perder a su esposa e hijo en dos accidentes de tránsito distintos, un hombre se lamentaba de su suerte. Inesperadamente, alguien apareció en el funeral con una historia increíble.
Eduardo Padilla era viudo desde hacía veinte años, y en ese momento lloraba desconsolado y lamentaba su mala suerte.
Su hijo José Luis, de apenas 30 años, acababa de fallecer en un accidente de tránsito, y en ese momento estaba en su funeral.
Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Pexels
“Eduardo, tú no tienes la culpa de esto. Así es la vida”, dijo su suegra, María. Le dio unas palmaditas en el hombro y trató de calmarlo. Pero nada podía aliviar su dolor.
Él estaba seguro de que había cometido algún pecado o atrocidad en alguna vida pasada, y ahora estaba pagando por ello.
Hacía veinte años, su esposa, Ana, estaba en un viaje de negocios cuando ocurrió un terrible accidente en el autobús donde viajaba y se perdieron muchas vidas. Algunas personas nunca fueron identificadas.
Se recuperaron algunas de las posesiones de Ana, incluida su identificación en uno de los cuerpos, y la familia pudo hacer un cierre. La habían enterrado en ese mismo cementerio.
José Luis había sido un niño increíble y cariñoso toda su vida, y perder a su madre a los 10 años fue un golpe horrible. Eduardo hizo todo lo posible por ser el mejor padre, pero no fue suficiente.
El niño siempre había sido muy cercano a su madre y jamás logró recuperarse por su partida. Ambos tuvieron muertes muy similares: en un accidente de tránsito.
“Debe ser el karma, María. Esto es tan... injusto”, dijo Eduardo a su suegra, con la voz entrecortada.
El servicio continuó como de costumbre y, finalmente, la gente comenzó a alejarse después de presentar sus respetos. Cuando Eduardo se puso de pie, su corazón dio un vuelco. Una mujer se había acercado al ataúd, y era la copia viva de Ana, aunque algo mayor.
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Esto no podría ser posible. Eduardo le vio poner una mano sobre el ataúd y mirar pensativamente a su difunto hijo.
“María”, susurró Eduardo a su suegra. “Mira a esa mujer. Tiene que ser ella, ¿verdad?”.
“Yo... no lo sé. Luce mayor, pero bueno... han pasado 20 años”, dijo María, tratando de no hacerse ilusiones.
“¿Y estás segura de que no tuviste otra hija que se pareciera a ella?”, preguntó Eduardo, todavía incrédulo ante la mujer que tenían frente a ellos.
Pero María no pudo responderle porque la mujer se dio la vuelta y simplemente tenía que ser Ana. No podía ser nadie más. Ella los vio mirando y vacilante se acercó a ellos.
“Hola. Lo siento”, dijo con una cara amable y una leve sonrisa. “No los conozco, pero vi la fotografía del joven y lo que sucedió en las noticias, y pensé venir a presentar mis respetos”.
“¿No nos conoces?”, murmuró María.
“No que yo recuerde. Vine porque José Luis se me hizo muy familiar; me pareció que se parecía mucho a mí. Eso me dio curiosidad. Me disculpo si parezco insensible”, continuó, con las manos juntas frente a ella.
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“¿No te acuerdas de nosotros?”, preguntó Eduardo. Ella negó con la cabeza ante la pregunta, y él continuó. “¿Cuál es tu nombre?”.
“Juana Pérez”, afirmó, y María frunció el ceño ante ese nombre tan común.
“Juana... yo... no sé qué decir”, comenzó Eduardo. No sabía cómo manejar esta situación. Su difunta esposa estaba justo allí y no tenía idea de quiénes eran ni de su nombre real. Le pidieron que se sentara con ellos en un salón del cementerio.
Comenzaron a hablar un poco más, y la verdad se hizo evidente. Ana no recordaba nada de su vida antes de los 35 años. Se había despertado en un hospital sin recuerdos.
“No recuerdo nada. Pero tenía una pista. Había un brazalete en mi brazo que decía José Luis Padilla”, explicó. “Durante años, he tratado de buscar pistas, pero hay demasiadas personas con ese nombre”.
“No fue hasta que vi las noticias que noté el parecido de tu hijo conmigo, y pensé este era un buen lugar para encontrar respuestas. Mi vida siempre ha sido como un gran agujero”.
“Creo que necesitas venir con nosotros, Juana, y ver la verdad por ti misma”, dijo María, con lágrimas en los ojos porque su hija, a quien dieron por muerta durante 20 años, estaba allí. Solo necesitaban recordárselo.
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La llevaron a la casa de María y le mostraron álbumes de fotos y recuerdos de su vida con ellos. Eduardo tuvo que explicarle que él era su esposo, que José Luis era su único hijo y que su verdadero nombre era Ana María Suárez.
“Siento que me están diciendo la verdad. Pero lo que no entiendo es por qué no me buscaron en ese hospital”, cuestionó ella. Su rostro mostraba una genuina confusión. Ella simplemente quería saber.
“Nos dieron a alguien para incinerar. Nos dijeron que habías muerto y nadie cuestionó a los oficiales”, aclaró Eduardo.
“¿Pensaron que yo era otra persona?, preguntó Juana.
“Dijeron que una mujer tenía algunas de tus cosas, y esa era la única forma de identificarla”, explicó Eduardo, sintiéndose tonto por no haber hecho más preguntas. Frunció el ceño y se llevó la mano a la boca.
María estuvo llorando todo el tiempo. Se sentó junto a Ana y le pidió un abrazo, que ella le dio con empatía. Eduardo casi se echó a llorar en ese momento. También quería abrazar a su esposa, pero eso tendría que esperar.
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“Tenemos que llamar a la policía, Eduardo. Esto podría haberle pasado a otras familias también. Y enterramos a alguien creyendo que era Ana. Su familia probablemente la ha estado buscando durante años”, dijo María, secándose las lágrimas.
“Tienes razón”, asintió.
La policía inició una investigación cuando una prueba de ADN demostró que Juana era Ana. Pudieron localizar a los familiares del cuerpo enterrado en su lugar. Sin embargo, nunca quedó en claro porque tenía algunas de sus pertenencias y documentación.
Para la familia, era un verdadero milagro que Ana estuviera de regreso con ellos. Se mudó con su madre después de algunas semanas y Eduardo comenzó a cortejarla nuevamente.
“Ojalá José Luis pudiera haberte visto con vida. Él te extrañó más que nadie”, le dijo un día durante una de sus citas.
“Yo desearía poder recordarlo, pero es probable que eso nunca suceda. Vivo con eso todos los días de mi vida”, respondió con tristeza.
“Te iré contando todo, con tantos detalles que sentirás que lo viviste”, le aseguró Eduardo, tomándola de la mano. Y nunca más la dejó ir.
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¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Sigue siempre tus instintos. Cuando Juana vio la foto de José Luis en la prensa, sintió que tenía una conexión con él. En busca de respuestas, apareció en su funeral y su instinto resultó cierto: era su hijo.
- Algunas tragedias son inevitables. Eduardo se culpaba por las muertes accidentales de su esposa y su hijo, y pensaba que debía ser el karma. Pero la verdad es que no tenemos el control de los eventos trágicos que pueden ocurrir a nuestro alrededor. Debemos aceptarlos y seguir adelante.
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