Hombre cuida la casa de su difunta madre por años como ella pidió: en sus 60 se entera de que fue adoptado - Historia del día
Un hombre le prometió a su madre que cuidaría de su casa en el bosque cuando ella muriera, y cumplió su promesa. Años después, le pidió ayuda a su hermano menor para arreglarla, pero nunca imaginó lo que él planeaba ni lo que revelaría.
Abel y su familia crecieron en las afueras de la ciudad, cerca del bosque. Sus padres se mudaron allí cuando se casaron porque amaban la naturaleza.
Desafortunadamente, su padre murió cuando él tenía 13 años, y debió asumir responsabilidades de adulto. Tenía que cuidar a su madre, Adela, y su hermano menor, Diego, de apenas ocho años.
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Su madre tenía un trabajo a medio tiempo; también cultivaba una hermosa huerta y vendía durante la temporada de cosecha. Abel comenzó a trabajar para lograr llegar a fin de mes.
Con el paso de los años, Diego se volvió rebelde. Le iba bien en la escuela porque era inteligente, pero holgazaneaba demasiado a pesar de que Abel intentaba guiarlo.
“Tú no eres mi padre”, le gritaba su hermano menor, cuando Abel intentaba hacerlo reaccionar. Eventualmente, decidió apartarse del camino de Diego, y dejarlo hacer lo que quisiera.
Años más tarde, Abel aplicó a una universidad local y se mudó, pero visitaba a su familia los fines de semana. Desafortunadamente, Adela se enfermó durante ese tiempo y sabían que no le quedaba mucho tiempo de vida.
En su lecho de muerte, Adela le rogó a Abel y a Diego que cuidaran su casa después de su partida. “Por supuesto, mami”, prometió Abel dándole la mano.
Diego asintió mientras sostenía su otra mano. “Claro, podemos hacer eso. Además, este lugar valdrá mucho en unos años”, agregó.
“Por favor, Diego”. Abel negó con la cabeza, pero Adela se echó a reír. Fue la última vez que escucharon ese hermoso sonido.
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Ella murió esa noche, y Abel se alegró de que lo hubiera visto graduarse y conseguir su primer trabajo serio. Tenía 23 años. Diego tenía 18 para entonces y había conseguido ingresar a una universidad fuera del estado.
Posteriormente, conversaron con un abogado acerca de la escasa herencia que les había podido dejar su madre. De inmediato, Diego vio el potencial de vender la casa.
“¿No deberíamos venderla?”, preguntó Diego.
“Prometimos cuidarla. No podemos venderla”, respondió Abel ante la sugerencia. “Yo me ocuparé de todo mientras no estás. No sé si puedo mantener la huerta, pero puedo mantener todo limpio”, respondió Abel.
“Vale, vale”, dijo Diego a la defensiva y siguió empacando en silencio. Se fue a la universidad y no regresó. Se mudó a la capital y llamaba a Abel de vez en cuando, pero no tenían mucho en común, por lo que se distanciaron cada vez más.
Diego había roto la promesa que ambos le hicieron a su madre. No preguntaba por la casa, ni colaboraba en su cuidado, ni siquiera la visitó a lo largo de los años. Pero Abel si lo hizo; nunca defraudaría a su madre.
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Muchas décadas después…
Abel había sabido manejar sus ingresos, por lo que pudo retirarse de su trabajo a los 60 años. Quería disfrutar de sus años dorados con su esposa y sus nietos. Tenía un tiempo precioso por delante.
Durante años, visitaron la casa de Adela en el bosque. Pasaban allí algunos fines de semana, y a la familia le encantaba. La mantuvo lo mejor que pudo, repintándolo según fuera necesario, cortando los arbustos, arreglando lo que se rompiera.
Sin embargo, era evidente que el tiempo había pasado factura. La plomería necesitaba reparaciones y el techo se estaba cayendo a pedazos. Pero no tenía suficiente dinero para arreglarlo todo por su cuenta, así que era hora de llamar a Diego.
Esa tarde llamó con su hermano. Le explicó la situación y cuántas reparaciones necesitaría la casa. Abel intentó explicar su plan con detalle, pero Diego lo interrumpió antes de que pudiera decir algo más.
“Escucha, Abel. No te preocupes. Yo me ocuparé de la casa. Tengo una idea, y será genial para los dos. No lo pienses. Déjame hacer todo. Estaré allá en unos días”, dijo Diego. Abel estaba feliz de poder ver a su hermano pequeño después de tanto tiempo.
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Diego conoció a la familia de Abel, pero decidió quedarse en un hotel. Visitó la casa en el bosque y aparentemente tenía grandes planes para ella. Pero quería que fuera una sorpresa y le dijo a su hermano que se mantuviera alejado.
Sin embargo, Abel sentía curiosidad y decidió conducir hasta allí un día, sin avisarle a su hermano. Nunca imaginó la escena que vería.
Había una excavadora y un gran equipo de trabajadores con cascos. En medio de todo, estaba Diego sosteniendo algunos planos de construcción en sus manos y discutiendo algo con un ingeniero.
De inmediato, comenzó a caminar hacia su hermano, sin entender bien lo que estaba ocurriendo. El área estaba ruidosa y había demasiada gente. El sonido del motor de la excavadora era ensordecedor. Pero su confusión desapareció cuando su hermano gritó:
“Ok, muchachos. ¡Vamos a derribar esta casa!”.
“¡DETÉNGASE!”, gritó Abel a todo pulmón. Todos se volvieron hacia él, inclusive el conductor de la excavadora, quien no supo qué hacer.
Diego se volvió hacia él con las cejas levantadas. “¡Oye! ¡Estás aquí! Eso es hacer trampa. Quería que esto fuera una sorpresa. Pero bueno, ven aquí. Mira estos increíbles planos. Voy a reconstruir esta casa y hacer algo increíble”, dijo.
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Y agregó emocionado: “Vamos a venderla o alquilarla. Vamos a ganar mucho dinero con esto, hermano”. No se dio cuenta de que Abel estaba enojado.
“¿Estás bromeando? ¿Quién dijo que podías hacer esto? Le prometimos a nuestra madre cuidar de su casa. No podemos hacer esto. Esta era la casa de nuestros padres. No puedes tomar el control así”, dijo Abel muy alterado, mientras señalaba el que había sido el hogar de su infancia.
“Este era su hogar. Vivieron aquí la mayor parte de su vida y lo amaban. Por eso quería que lo cuidáramos. ¿No lo entiendes?”.
Diego puso los ojos en blanco. “Es nuestra casa ahora, y podemos hacer lo que queramos. Te lo digo, Abel. Esta es una gran idea. Solo confía en mí”, dijo, poniendo su mano en el hombro de su hermano mayor.
“¡No me toques! No vamos a hacer esto, y si no detienes toda esta operación ahora mismo, llamo a la policía”, dijo Abel en tono amenazante.
Diego se enojó. Se gritaron el uno al otro, haciendo que todos se sintieran muy incómodos. En algún momento, Abel tomó su teléfono y estaba a punto de marcar cuando Diego gritó algo que lo congeló.
“Ni siquiera eres el verdadero hijo de mamá. ¡Fuiste adoptado! ¡No deberías tener nada que decir en esto!”.
La mano de Abel cayó y sus ojos se abrieron como platos. La boca de Diego se abrió mucho, al darse cuenta de lo que había dicho.
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“¿Qué?”. Abel respiró, sacudiendo la cabeza. “¿Soy adoptado?”.
Diego suspiró y se pasó una mano por su cabello. “Sí, Abel. Lo eres. Pero lo siento. No debí decir nada de lo que dije. Eres mi hermano, y el hijo de mamá, por supuesto. Yo... no sé por qué dije eso. Fue el calor del momento”, dijo en sincero tono de disculpa.
“¿Por qué nunca me lo dijeron?”, preguntó Abel, después de unos momentos de tenso silencio.
“No lo sé. Creo que fue porque no les importaba. Tampoco sabían que yo lo sabía. Encontré los papeles de adopción cuando tenía 14 años”, reveló Diego, mirando al suelo con expresión tensa en los labios.
“¿A los 14? Ahí fue cuando empezaste a rebelarte”, dijo Abel, asintiendo.
“Sí. Creo que saberlo me confundió mucho. No era fácil crecer teniendo que escuchar a mi hermano como si fuera mi padre. Yo era muy joven cuando papá murió. Odiaba el mundo. Pero era solo un niño. Lo siento”, continuó su hermano menor, muy avergonzado de sus palabras.
Abel todavía estaba atónito por la noticia, pero rápidamente se dio cuenta de que no importaba. Había sido amado por sus padres y nunca se sintió diferente.
“Está bien, no tengo nada que disculparte... eres mi hermanito, y siempre lo serás, aunque no tengamos la misma sangre”, dijo con cariño Abel. “Pero no puedo dejar que construyas una nueva casa”.
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La frente de Diego se frunció: “Podríamos ganar dinero decente con esto. Dinero que podrías ahorrar para tus hijos y nietos”.
Era una oferta tentadora. Abel haría cualquier cosa por su familia. Pero eso no. Al menos no con su mitad. Diego era el dueño de la otra, así que tenía que pensar en una solución.
“Creo ambos podríamos obtener lo que queremos. A todos les encantan las cabañas en el bosque. Podríamos mantener su casa y el espíritu general que ella amaba y también ofrecerla en alquiler”, sugirió, y Diego sonrió.
“¡Ese es mi hermano mayor!”, dijo, dándole un fuerte abrazo. Posteriormente, Diego le solicitó al arquitecto un nuevo plano para la casa, para que luciera mejor, pero conservara su estructura original.
Diego pagó por todas las renovaciones, en consideración a que su hermano mayor había estado cuidando la casa durante décadas sin ninguna contribución de su parte.
Eventualmente, lo publicaron en una aplicación y la gente comenzó a alquilarlo para fines de semana y días festivos durante todo el año.
Diego tenía razón. Ganaron una gran cantidad de dinero, que dividieron en partes iguales, y Abel pudo comenzar a ahorrar para el futuro de sus nietos.
La familia de Abel todavía usaba la casa cuando no había inquilinos y estaba a cargo de proteger el legado de su madre. Diego nunca más quiso regresar. Los hermanos no volvieron a hablar de la adopción. Ellos eran familia.
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¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Los secretos suelen salir a la luz y pueden acabar con las relaciones. Diego y Abel pelearon por la casa, y en el calor de la discusión, el hermano menor le reveló que era adoptado. Afortunadamente, lograron seguir adelante después de esa revelación.
- Mantener tus promesas es importante, pero no se debe perder la objetividad ante las circunstancias. Abel le prometió a su madre que preservarían la casa y lo hizo por décadas. Sin embargo, resultaba costosa de mantener. Debió ceder ante su hermano y llegar a un acuerdo funcional.
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