Maestra mayor pasa hambre por 3 días hasta que un hombre en un Rolls Royce la lleva a restaurante caro - Historia del día
Rebecca Miranda dedicó toda su vida laboral a la enseñanza. Quería mucho a sus alumnos y vivía muy dedicada a ellos. En sus años de retiro, sin embargo, la vida no le era nada fácil.
A los 84 años, Rebecca Miranda se encontró en una situación difícil: agotó todos sus ahorros en medicamentos de mantenimiento para tratar una dolencia crónica.
El dinero de su jubilación y la pensión que le había dejado su difunto esposo a duras penas le alcanzaban para llegar a fin de mes, y eso llevando una vida de una austeridad pasmosa.
Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Shutterstock
Rebecca había dedicado su vida a la enseñanza. Había trabajado hasta cerca de los 80 años, todo lo que su salud se lo había permitido, porque no concebía la vida sin el aula. Los niños le daban vida. Y como no había podido tener descendencia, fueron su único consuelo tras la muerte de su esposo, veintisiete años antes.
Esa pérdida repentina e inesperada había sido desgarradora para Rebecca, pero gracias al cariño de sus alumnos consiguió salir adelante. Una mañana, subiendo las escaleras hacia el aula, se había tropezado y se había quebrado la cadera. La directora, que ya venía insistiendo en que era hora de tramitar su jubilación, tuvo una seria conversación con ella en el hospital.
"Vamos, Becky, que ya no es seguro ni para ti ni para los niños. Viaja, disfruta, descansa... Ya te lo mereces", le dijo. Y esa vez Rebecca tuvo que darle la razón: con 78 años, hacía rato que ya no tenía edad para esos trotes.
Pero el vacío que sintió al dejar el trabajo la abatió por completo. Sin sus alumnitos, sin sus charlas de sala de docentes y sin sus tutorías estaba sola en casa con su gato Bigotes la mayor parte del día. Y Bigotes, que tampoco era muy joven ni atlético, pasaba casi toda la jornada durmiendo.
Sus semanas eran todas iguales: pasaba el sábado preparando sus magras raciones para la semana, sus domingos en la iglesia y el resto de las mañanas trabajaba como voluntaria en un refugio de animales local.
Después de que los precios comenzaron a subir, ya no podía permitirse donar algo de dinero como solía, pero ayudaba por las mañanas en el lugar.
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Un día, mientras caminaba a casa desde el refugio, decidió pasar por una tienda de comestibles. Solo le quedaban diez dólares para gastar, y tenía que hacerlos durar para los últimos siete días del mes. Suponía que tenía que alcanzarle.
Cuando llegó a la tienda, vio un fuerte aumento en los costes de la carne. No había paquetes de carne de menos de ocho dólares, lo que significaba que no podría comprar otros ingredientes y sus otras necesidades básicas.
Para cuando llegó al mostrador de caja, Rebecca notó que solo podía comprar una lata de carne procesada, dos latas de verduras mezcladas y cuatro días de su medicina de mantenimiento.
"Hola Rebecca, ¿cómo estás?" le preguntó la cajera una vez que colocó la mercancía en el mostrador.
Rebecca frunció el ceño. "No muy bien, querida. Todo está tan caro... Esto es todo lo que puedo conseguir por diez dólares", suspiró. "No sé cómo voy a hacer que esto dure una semana".
La cajera sintió lástima por la anciana. Era testigo del estado de la economía, y de lo que estaba pasando con los costos de la comida. Aunque no podía darle un descuento a Rebecca, le entregó algunos cupones para usar en su próxima visita.
Mientras desempacaba sus comestibles, Rebecca se dio cuenta de que lo que había recibido solo duraría tres días. Tras eso, se quedaría sin nada para comer. No sabía cómo pasar el fin de semana.
"Y no creo que pueda comerme tus croquetas, Bigotes", dijo con un suspiro al gato, que bostezó en un rincón.
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Al tercer día, en efecto, Rebecca se quedó sin nada más que hambre. Se puso a buscar programas de apoyo para carenciados o bancos de alimentos a los que acudir, pero no encontró ninguno que tuviera cupo.
Eventualmente, notó que un lujoso restaurante de alta cocina tenía un contenedor en la parte de atrás. Miró para todos lados, avergonzada, antes de ponerse a rebuscar comida en la basura.
En eso estaba cuando el dueño del restaurante se dio cuenta de lo que hacía y se acercó. Rebecca lo vio, y alzó las cejas de horror. Se escapó llevando una caja de comida para llevar con sobras de comida que alguien, se ve, no quiso llevar.
Esa noche, Rebecca no pudo evitar llorar hasta dormirse. "No debería haber dejado de enseñar", exclamó. Se dio cuenta de que su vida no había hecho más que empeorar después de su retiro, y ahora todo lo que quería era recuperar su antigua vida. Pero sabía que era una fantasía: a aquello ya no podía volver.
Al día siguiente, Rebecca estaba sentada en su porche delantero. Bebía una taza de té azucarado para engañar el estómago, cuando notó que un Rolls Royce de lujo se detenía frente a su casa. "¿Quién puede ser?", se preguntó.
Un hombre alto se bajó del coche. Rebecca lo reconoció al instante, como lo había reconocido el día anterior: era el dueño del restaurante. Uno de sus exalumnos.
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"Buenos días, seño Miranda", saludó el hombre con una sonrisa. "¿Tienes algo de tiempo para tu antiguo estudiante hoy?", preguntó.
"Ay, Patricio", dijo la anciana, abatida. "Desearía que no me hubieras tenido que ver así. Cuando te vi ayer, me sentí tan avergonzada que me escapé", admitió.
El hombre negó con la cabeza. "No necesita avergonzarse conmigo, señorita Miranda. ¿No soy tu alumno favorita?", le preguntó, tratando de aligerar el ánimo. "¿Podrías ponerte por favor un bonito vestido para mí? Hay un lugar al que me gustaría llevarte".
Rebecca dudó. No quería que ninguno de sus estudiantes supiera sobre su situación. Sin embargo, Patrick insistió:
"Señora Miranda, usted me hizo creer en mí mismo cuando ni mi mamá lo hacía. Gracias a usted, encontré mis talentos, me convertí en chef y hoy soy dueño de una exitosa cadena de restaurantes de lujo. Permítame insistir y venga conmigo, por favor".
Rebecca se sintió reconfortada. Nunca había caído en la cuenta del impacto que había tenido en sus exalumnos. Decidió ponerse su mejor vestido y aceptar la invitación. Minutos más tarde, se subió al coche.
Patrick llevó a Rebecca a su restaurante, donde le sirvió una buena comida. Rebecca admitió que estaba hambrienta, y agradeció repetidamente a Patrick por la invitación.
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Pero era Patrick quien tenía más que agradecer. "Gracias a ti, aposté por mí mismo y no renuncié a mis sueños", le dijo a Rebecca. "Siempre fuiste una fuente de inspiración que me animó a hacer las cosas bien. Los otros profesores siempre pensaron que yo era un bueno para nada, pero tú eras diferente".
Rebecca no pudo evitar llorar. Le dijo a Patrick que los estudiantes como él eran la razón por la que le había costado tanto dejar su trabajo como maestra.
Después de la cena, Patrick le prometió a Rebecca que ya no tendría que preocuparse por la comida y sus otras necesidades básicas. Él le dijo que usara el dinero de su pensión en su medicina de mantenimiento y él la apoyaría con el resto de sus necesidades.
Cuando Rebecca le preguntó por qué hacía esto por ella, él respondió: "Has dado tanto de ti misma a estudiantes como yo. Es justo que te agradezcamos y retribuyamos con el mismo amor y cuidado".
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Nunca debemos olvidar a aquellos que una vez nos ayudaron. Patrick nunca olvidó el impacto de Rebecca en su vida como estudiante. Cuando se dio cuenta de que Rebecca necesitaba ayuda, no dudó en acudir a su rescate.
- Los maestros son héroes anónimos en la vida de sus estudiantes y merecen ser reconocidos. Los docentes desempeñan un papel importante en el desarrollo de la vida de sus alumnos. Debido al impacto que tienen, merecen ser respetados y reconocidos incluso después de separarse de sus estudiantes.
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien. Si deseas compartir tu historia, envíala a info@amomama.com.