Niño con discapacidad ayuda a una mamá a subir el cochecito de su bebé al autobús: al día siguiente el esposo lo visita - Historia del día
Una madre quedó encantada cuando un niño que cojeaba la ayudó a subir el cochecito de su bebé al autobús. Al día siguiente, su esposo llamó a la puerta del chico con una enorme sorpresa que lo hizo llorar.
Robert suspiraba dolorosamente mientras miraba a sus compañeros de clase jugar al baloncesto. Le angustiaba porque quería ser un jugador estrella algún día.
Anhelaba representar a su escuela en todos los torneos, pero nadie lo tomaba en serio. El niño de 12 años era dejado de lado como público porque todos asumían que no podía jugar o correr con una prótesis de pierna.
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Robert nació con complicaciones en la pierna, y los médicos tuvieron que amputársela. El miraba a los jugadores con los ojos muy abiertos y llorosos, con la esperanza de que lo invitaran a unirse o sustituir a alguien.
Pero los muchachos pensaban que su equipo perdería si él jugaba con ellos. La clase de educación física había terminado y los chicos se dispersaron.
Robert felicitó a los ganadores del partido y agarró su mochila y su muleta. Lentamente, se dirigió a una parada cercana y esperó el autobús.
Cinco minutos después, llegó el transporte. El chico esperó a que los demás entraran porque no quería que nadie se quejara o lo llamara lento cuando subiera. No era inseguro, pero odiaba cuando algunos hacían comentarios desagradables a sus espaldas.
Marchó hacia el asiento para personas especialmente capacitadas. Ya estaba reservado para Robert porque el conductor lo conocía bien. Era su pasajero habitual.
El chofer también conocía bien a la madre del chico, Rebeca. Conocía sus dificultades como madre soltera abandonada por el hombre en quien confiaba y amaba, su exesposo Henry.
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Cinco años atrás, la vida de Robert y su mamá no era la misma. Todavía tenían al hombre de la casa con ellos. Henry era más que un padre para el niño. Era su modelo a seguir y su inspiración. “¡Mi papá es mi héroe!”, solía decir Robert a menudo.
Le encantaba jugar baloncesto con su padre en la pequeña cancha afuera de su casa. Fue así como empezó a soñar con convertirse en jugador de baloncesto algún día. No un jugador cualquiera, Robert quería convertirse en un jugador estrella.
La vida era tranquila y feliz con lo poco que tenían. Pero la devoción de Henry por su familia se desvaneció cuando lo ascendieron y se mudó al extranjero. Olvidó que ya estaba casado y tenía un hijo de 7 años cuando se enamoró de otra mujer.
Henry no fue discreto ni se sintió culpable ante Rebeca por su aventura extramatrimonial. Él le rompió el corazón y se divorció de ella poco después.
Robert perdió una parte importante de su infancia con el abandono de su padre. Se sentía solo y sin amor, pero se mantuvo fuerte por el bien de su mamá.
“Tienes que ir a la escuela y estudiar. No dejes que nada te impida alcanzar tus sueños”, le decía ella a menudo a su hijo. Sus palabras fueron suficientes para alimentar su pasión.
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Habían pasado cinco años desde la última vez que el chico vio a su papá. El único contacto que mantenía Henry con su hijo era el pago de la pensión alimenticia. Se había casado con su novia y había tenido dos hijos con ella.
El hombre le daba a su nueva familia una vida de cuento de hadas, pero le había fallado a su exesposa e hijo, quienes lo habían adorado y amado.
El autobús pasó por encima de un bache, y eso trajo de vuelta a Robert al presente. Se detuvo en la siguiente estación para recoger gente, y una madre primeriza era la última en esperar en la fila. Sostenía un cochecito con su bebé profundamente dormido en él.
Robert observó que la mujer empujaba su cochecito hacia adelante y buscaba ayuda para levantarlo y subirlo al autobús. Pero los pasajeros, en su mayoría hombres, fingieron no darse cuenta. Así que el niño se acercó a su rescate sin pensarlo dos veces.
“Señora, sostenga el otro lado, con cuidado... poco a poco”, dijo mientras agarraba el cochecito y levantaba un lado para ayudar a la madre a subirlo. Luego, el conductor lo ayudó y, en cuestión de minutos, el cochecito estaba dentro.
“¡Muchas gracias!”, dijo la madre, aliviada. Ella no había notado que Robert tenía dificultad para caminar hasta que lo vio cojear hasta su asiento.
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El chico empujó el carrito más cerca de él y se puso de pie. “¿Quiere sentarse, señora?”, le preguntó. “Queda algo de espacio. Por favor, siéntese”.
La mujer se conmovió por la amabilidad del chico y se presentó como Sandra. Vio un pequeño llavero de baloncesto en la cremallera de su mochila. “¡¿Te gusta jugar al baloncesto?!”, le preguntó a Robert.
Una pequeña chispa de alegría iluminó los ojos del chico mientras se llenaban de lágrimas. Exclamó: “Me encanta el baloncesto. Quiero convertirme en un jugador de nivel estatal”.
“Solía jugar todos los días con mi papá. Pero nos abandonó a mi mamá y a mí, y ahora no tengo a nadie que me entrene”.
“¿Los abandonó?”, preguntó Sandra, preocupada.
Robert suspiró dolorosamente. Él le contó sobre el divorcio de sus padres y los problemas que estaba enfrentando para jugar en el equipo de baloncesto de su escuela.
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“Mi esposo también era jugador de baloncesto”, dijo la mujer. Luego dejó de hablar. Había llegado a su parada y tenía que bajar el cochecito de su hijo. Robert se levantó para ayudarla, pero ella sonrió y se negó.
“Yo puedo bajarlo sola, cariño. Mi suegra está esperando en la parada. ¡Agradezco mucho tu ayuda!”, dijo ella. El chico se despidió con la mano y se preparó para bajar en la siguiente parada, donde estaba su casa.
Era sábado al día siguiente y la escuela de Robert estaba cerrada. Estaba mirando una transmisión deportiva en el móvil de su madre cuando lo sobresaltaron unos golpes en la puerta.
Tomó su muleta y fue a atender. Un hombre alto y musculoso estaba de pie en su porche con una pelota de baloncesto. El jovencito quedó atónito y preguntó: “Señor, ¿en qué puedo ayudarlo?”.
El chico, conmocionado, preguntó: “¿Qué se le ofrece?”.
El hombre sonrió y le dio a Robert la pelota y un par de pantalones cortos y camisetas holgados. “Campeón, prepárate para la práctica. He venido a entrenarte. ¿No quieres representar a tu escuela en el próximo partido a nivel estatal?”.
Robert no podía creer lo que estaba pasando. No pudo evitar echarse a llorar. Al final resultó que, el hombre era Jacobo, el esposo de Sandra.
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Era un exmilitar y exjugador de baloncesto. Sandra le había hablado de Robert y encontraron la dirección del niño en su escuela el día anterior.
Jacobo comenzó a entrenar a Robert tres veces por semana. Le enseñó al niño nuevas tácticas de juego para controlar el balón y su velocidad.
Además de asesorarlo, Jacobo lo motivaba a superar todos los obstáculos. “Los ganadores no nacen. Se hacen”, le decía a menudo.
Seis meses después, Robert jugó un partido de prueba en la escuela y fue seleccionado para representar a su equipo en el torneo interescolar. Los muchachos que una vez lo dejaron de lado por su discapacidad acudieron en masa para animarlo.
Vitorearon a Robert y sus impecables anotaciones. Todos querían hacerse amigos de él porque se dieron cuenta de que era un activo para su equipo.
Unos meses más tarde, el chico representó a su institución en un partido entre escuelas. Su padre, Henry, se enteró de la popularidad de su hijo en el deporte y asistió al evento.
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Se sentía culpable por haber descuidado a su hijo. El hombre animó al chico, se reunió con él después de su partido ganador y se disculpó.
A partir de ese momento, Robert dejó de sentir el vacío dejado por su padre. Se reunían a menudo y Henry incluso acompañaba a su hijo a sus torneos.
A pesar de su nueva fama y amistad, el chico se mantuvo leal a Sandra y a Jacobo. Nunca olvidó su ayuda y siempre los consideró sus ángeles guardianes que lo llevaron de la oscuridad a la luz.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- No ignores a los que necesitan ayuda. Cuando todos los hombres a bordo del autobús ignoraron a Sandra y su dificultad para subir el cochecito al transporte, Robert la ayudó.
- Nunca menosprecies a las personas. Es posible que nunca sepas cuán famosos podrían llegar a ser algún día. Los compañeros de clase de Robert nunca lo invitaron a participar en ninguno de los partidos de baloncesto. Asumieron que perderían si jugaba para ellos. Finalmente, acudieron en masa para entablar amistad con él después de ver su actuación estelar en los torneos deportivos.
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