Niño gasta sus ahorros en una silla de ruedas para su anciana vecina: luego ve su nombre en su testamento - Historia del día
Un niño de buen corazón gastó todo su dinero, el que estaba ahorrando para comprar una bicicleta, en una silla de ruedas para su vecina postrada en cama. Más tarde descubrió que estaba en su testamento.
Había dos cosas que Tony realmente quería antes de cumplir once años: una era tener su propia bicicleta. Otra era saber qué pasaba en la espeluznante casa de al lado.
“¡La abuela de Freddy Kruger vive allí!”, decía su amigo Saúl. Tony no lo creía así, pero a veces escuchaba los gritos de enfado de una mujer por la tarde. Le preguntó a su mamá, pero ella le dijo que se metiera en sus propios asuntos.
Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Pexels
Su madre debería haber sabido que decirle eso a un niño de diez años era como agitar una bandera roja a un toro.
Dos días después, Tony sacó los binoculares de su papá del depósito y comenzó a vigilar la casa de la vecina. Anotaba a cada una de las personas que entraban y salían, y había principalmente dos.
Estaba el repartidor de comestibles y una mujer alta, de rostro agrio, con uniforme de enfermera, que llegaba temprano por la mañana y se iba al final de la tarde. Su nombre era Lydia.
Tony lo sabía porque así la llamaba la abuela de Freddy Kruger cuando le gritaba. La abuela Freddy, como comenzó a referirse a la anciana, era muy exigente.
El chico no entendía por qué la enfermera continuaba trabajando con ella. Así se lo dijo a su madre. “¡Nos dedicamos a trabajos duros porque necesitamos el dinero, Tony!”, dijo su madre. “Sé exactamente cómo se siente esa pobre enfermera”.
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La mamá de Tony se veía muy cansada. Ella no se reía mucho desde la muerte de su padre, y él sabía que el dinero escaseaba. “Lo siento, mamá”, dijo. “Tan pronto como pueda, conseguiré un trabajo”.
“¡Mejor apégate a tus estudios, Tony!”, le dijo ella. “Y mantén tu nariz fuera de los asuntos de nuestra vecina. ¡Es una mujer enferma y merece su privacidad!”.
Al día siguiente, el chico estaba agachado detrás de los setos con sus binoculares como de costumbre. Para su sorpresa, la enfermera Lydia no apareció. ¿Le había pasado algo?
“Si es así, ¿qué pasará con la abuela Freddy? ¿Estará sola, sin nadie que le lleve comida o agua?”. Empezó a preocuparse. Entonces tomó una decisión. Iba a entrar a la casa.
Primero llamó a la puerta, pero nadie respondió. Probó el pomo y descubrió que la puerta principal estaba abierta. Entró en un pasillo oscuro y polvoriento.
“¿Hola?”, dijo Tony tan fuerte como pudo. “¿Hay alguien aquí?”.
“¿Quién es?”, gritó una voz. “Quienquiera que seas, ¡cuidado! ¡Tengo un arma!”.
“Por favor”, dijo Tony. “¡No pretendo hacerle daño! Soy el chico de al lado. Solo vine a ver si necesitaba algo”.
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Hubo un largo silencio, luego una voz malhumorada dijo: “¡Adelante, no voy a disparar!”.
Tony entró en un dormitorio que estaba tan polvoriento como el pasillo. Había una señora sentada en la cama, y no tenía un arma. Tampoco se parecía en nada a Freddy Kruger.
“¿Necesita algo?”, preguntó Tony. “¿Ya desayunó?”.
“¡Qué chico tan amable eres!”, dijo la mujer sonriendo. De repente se veía muy bonita y muy alegre. “Me encantaría un vaso de leche y una magdalena. ¡Puedes revisar en la cocina!”.
Tony fue allá. Buscó la leche en el refrigerador y consiguió unas galletas en la despensa. Se las llevó y luego le preguntó: “¿Está enferma? ¿Qué le pasa?”.
“Vejez, muchacho”, dijo la dama. “Tengo noventa y tres años y mis piernas ya no funcionan, así que no puedo hacer nada de lo que solía disfrutar. No puedo ver las puestas de sol y sentarme en mi jardín... ¡La vida no vale la pena así!”.
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Tony estaba de acuerdo en que era terrible. Se sentó con la señora, que se llamaba Teresa, y conversó con ella durante un largo rato. Hizo sándwiches de mantequilla de maní y mermelada para el almuerzo y la pasó de maravilla compartiendo con la anciana.
Al día siguiente, Lydia volvió al trabajo, pero Tony siguió visitando a Teresa. Un día él le pidió a Lydia que descorriera las cortinas y sacudiera los muebles. Ella se quejó mucho, pero lo hizo.
El chico le llevó flores a Teresa, pero ella suspiró y dijo que no era igual que verlas en el jardín. Tony le preguntó a Lydia por qué la anciana no tenía una silla de ruedas.
“¡Ella se niega!”, explicó la enfermera. “Dice que no es una lisiada y que las piernas que Dios le dio fueron lo suficientemente buenas durante noventa y tres años. ¡Es muy testaruda!”.
Tony se fue a casa y pensó y pensó. Entonces tuvo una idea espléndida. Le pidió a su mamá que lo llevara a una vieja tienda de segunda mano que había visto en el pueblo, y allí compró una silla de ruedas usada.
“Pero, Tony”, dijo su madre. “¡Has estado ahorrando para una bicicleta durante los últimos dos años! ¿Vas a gastar todo tu dinero en esa silla de ruedas?”.
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“Mamá”, dijo. “Mis piernas funcionan muy bien. Realmente no necesito una bicicleta, y Teresa REALMENTE necesita una silla de ruedas, pero ella no lo sabe. Déjame ayudarla, mamá, por favor”.
La madre del chico accedió a regañadientes y llevaron la silla de ruedas a la casa de Teresa. Cuando la anciana vio la silla de ruedas, quedó boquiabierta. “¿Qué es eso?”, preguntó enfadada. “¿Crees que soy una lisiada?”.
“Creo que quieres ver la puesta de sol y tus rosas”, dijo Tony. “¡Y si yo fuera tú, no perdería mi tiempo haciendo berrinches cuando podría estar divirtiéndome!”.
Teresa miró fijamente a Tony, luego se echó a reír. “Trae ese artilugio aquí, Tony. Quiero ver las azaleas y los lirios del aro. Estoy segura de que Lydia mató todas las flores. ¡Esa mujer no sabe nada de plantas!”.
A partir de entonces, Teresa comenzó a pasar la mayor parte del tiempo al aire libre y Tony la visitaba todos los días. Incluso se hizo amiga de la mamá del niño. Cuando Teresa cumplió 94 años, los invitó a tomar el té.
Estaban todos sentados alrededor de la mesa comiendo pastel cuando irrumpió un hombre de mediana edad. Agitaba un papel en el aire y parecía muy enojado.
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“¿Qué has hecho, madre?”, gritó él. “¡Impugnaré esto! Tienes noventa y cuatro años, ¡no puedes cambiar tu testamento! Haré que el médico te declare senil”.
Teresa se enderezó en su silla de ruedas. Ella no estaba asustada del hombre que gritaba. “Cálmate, Edgar”, espetó ella. “El día que modifiqué mi testamento me hice examinar por dos médicos”.
“Estoy en mi sano juicio, a pesar del estado de mi viejo cuerpo. Sí, te desheredé, y te lo mereces. No me has visitado en dos años, ¿y entras aquí haciendo reclamos?”.
“Eres un codicioso, Edgar. Le dejaré esta casa y mis ahorros a este chico porque se lo merece”.
“¿Sabes lo que hizo? Usó el dinero que había estado ahorrando para una bicicleta para comprarle una silla de ruedas a una anciana. Es amable, cariñoso y considerado. ¿Qué eres tú, Edgar?”
El hombre se puso morado y parecía que iba a explotar. Luego se dio la vuelta y salió dando un portazo que hizo temblar todas las ventanas.
“Teresa”, dijo la mamá de Tony. “No puedes...”.
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La anciana sonrió. “Puedo hacer lo que quiera”, dijo con calma. “Y quiero que tú y este niño maravilloso tengan una vida mejor. Verás, él me devolvió mis puestas de sol y mis azaleas, y sobre todo, ¡la esperanza!”.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Todo el mundo necesita un amigo, incluso las ancianas gruñonas: Tony ayudó a Teresa a darse cuenta de que, pasara lo que pasara, valía la pena vivir la vida y disfrutar de las puestas de sol y los jardines, incluso si no podemos caminar.
- Los verdaderos amigos sacrificarán cualquier cosa para ayudar a los demás: Tony renunció a su sueño de tener una bicicleta para poder ayudar a Teresa.
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien. Si deseas compartir tu historia, envíala a info@amomama.com.