Papá lleva a sus hijos al árbol donde solía jugar con su padre: halla una carta suya allí - Historia del día
Un hombre llevó a sus hijos al pequeño pueblo en el que creció y compartió con ellos los recuerdos de su infancia feliz y la relación con su padre.
La vida de Federico Sánchez no había resultado como él la había imaginado cuando era niño, pero eso es lo que nos pasa a la mayoría de nosotros. Él tenía treinta y cinco años, estaba felizmente casado, tenía dos hijos y vivía en una metrópolis.
Era inteligente y trabajador, pero nunca conseguía el ascenso que esperaba, pues sus superiores siempre se apropiaban de sus brillantes ideas. Federico hacía el trabajo y ellos obtenían el crédito.
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Pero el hombre quería un futuro más brillante. Un día, decidió hacer un viaje para recordar su pasado.
Así que Francisco, su esposa María y sus dos hijos, Abel, de 10 años, y Laura, de 9, viajaron al campo para visitar a su madre. Habían pasado años desde la última vez que había estado en casa. Por lo general, era la Sra. Sánchez quien viajaba para visitarlo.
Pero esta vez, Francisco quería rememorar su pasado para ver si encontraba la respuesta a la pregunta que se había estado haciendo una y otra vez: “¿Por qué permito que hombres menos competentes me usen como trampolín?”.
¿Le temía al éxito? ¿O simplemente era demasiado tímido para presentarse? Francisco quería cosas buenas para sus hijos y sabía que tenía la capacidad de hacer mucho más. Tal vez regresar a su hogar de la infancia le mostraría el camino a seguir.
La familia llegó justo antes de la puesta del sol y los niños salieron del auto y corrieron a los brazos de su abuela. Mara y su esposo los siguieron y abrazaron a la Sra. Sánchez, y ella les devolvió el gesto.
“¡Hijo, tu padre estaría muy orgulloso de ti! ¡Tienes una hermosa familia!”. Las lágrimas llenaron los ojos del hombre y él se giró para que los niños no lo vieran llorar.
Teodoro Sánchez había fallecido cuando Francisco tenía solo ocho años. Su hijo nunca había superado realmente esa pérdida. Mara le apretó el brazo con simpatía a su esposo y la familia entró en la casa.
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Durante una deliciosa cena, la Sra. Sánchez les contó a los niños historias sobre las travesuras en las que Francisco solía meterse cuando era niño.
“¡Y ese columpio! ¡Dios mío! ¡Su padre se la pasaba en ese columpio todo el día! ¡Él pensaba que aprendería a volar! ¡Terminó partiéndose la cabeza un par de veces!”.
“¿Un columpio?”, preguntó Abel emocionado. “¿Podemos usarlo, abuela? ¿Podemos?”.
“Bueno”, dijo la Sra. Sánchez “Tienes que preguntarle eso a tu mamá y a tu papá decidan”.
Esa noche, todo lo que Francisco podía pensar era en ese columpio. Su padre se lo había construido cuando tenía tres años.
Todos los años hacía una pequeña ceremonia de levantar el asiento un poco más alto para que los pies de Francisco no se arrastraran por el suelo.
Pero unas semanas después del octavo cumpleaños de su hijo, a Teodoro le diagnosticaron un tumor cerebral que le quitó la vida en cuestión de semanas. Francisco nunca había vuelto a acercarse a ese columpio después de eso.
La primera noche en que él y su familia visitaron su hogar de la infancia, el hombre no pudo dormir nada pensando en su vida, su padre y todas las esperanzas que tenía para sus hijos.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Abel y Laura no dejaban de hablar sobre el columpio, así que el padre finalmente les permitió columpiarse.
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Condujo a sus hijos al patio trasero donde un enorme y viejo roble extendía sus ramas. Un columpio de cuerda con un asiento de madera colgaba de una de las ramas gruesas.
“¡Yo primero!”, gritó el niño mientras comenzaba a correr hacia allí. Pero Francisco estiró su mano para detenerlo.
“Cuando llegaba la primavera, mi papá siempre revisaba que las cuerdas no se hubieran podrido con la nieve y la lluvia antes de que yo las usara”, explicó. Después de probar la solidez de las sogas, el padre dejó que sus hijos se columpiaran.
Abel inmediatamente se sentó en el columpio, pero su entusiasmo se desvaneció rápidamente. “¡Está muy bajo!”, se quejó.
Laura lo empujó. “¡Déjame intentarlo!”, gritó, pero también se quejó de que sus pies se arrastraban por la tierra.
Federico miró hacia la rama de la que colgaba el columpio y dijo: “Tu abuelo trepaba y acortaba la cuerda todos los años en mi cumpleaños. ¡Creo que tendré que hacer lo mismo!”.
Entonces el hombre trepó al árbol y cuando llegó a la rama grande, vio que alguien había dejado un paquete atado a la cuerda del columpio. Se lo guardó en el bolsillo trasero y terminó lo que estaba haciendo.
Luego bajó y observó a Abel y Laura turnarse para ver quién podía llegar más alto. Entonces recordó el paquete. Lo desató con cuidado y removió el impermeable que lo cubría.
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¡Adentro había varias hojas de papel escritas con lo que parecía ser la letra de su padre!
“Mi querido Francisco”, leyó. “Acabo de enterarme de que no tengo mucho tiempo de vida, y mi deseo de verte convertido en un hombre maravilloso no se hará realidad. No puedo dejar de pensar en todos los momentos especiales que me perderé, y los problemas que no podré ayudarte a resolver. No estaré allí para ti, hijo mío, así que quiero decirte lo poco que he aprendido en esta vida: ama a tu familia por encima de todo y sé fiel a ti mismo. No tengas miedo de hablar, hijo La vida se parece mucho a este columpio que tanto te gusta. A medida que creces, tus piernas se alargan demasiado, así que tienes que levantar el asiento. Lo he estado haciendo por ti. Pero algún día tendrás que hacerlo por ti mismo. La vida es muy parecida a un columpio. Superarás una posición y tus pies comenzarán a arrastrarse, pero no esperes que nadie más te ayude o cuide de ti. Tienes que escalar ese árbol tú mismo si quieres balancearte alto y aprender a volar. Te amo, hijo mío. No sé cuándo leerás esto, pero rezo para que cualquier pequeña sabiduría que pueda compartir te ayude en tu vida”.
“¿Qué es eso, papi?”, preguntó Laura.
“Es una carta maravillosa de tu abuelo. Un día, cuando seas un poco mayor, se la leeré a ambos”, dijo Francisco.
Cuando el hombre se reincorporó a su trabajo una semana después, estaba decidido a hacer algunos cambios. En un momento, un colega le preguntó si tenía alguna idea para resolver el problema de la distribución y Francisco solo sonrió.
Entonces redactó un memorándum, lo firmó y se lo envió al director ejecutivo. En este describía una solución brillante que reduciría la mitad de los gastos de la empresa. Por primera vez, Francisco obtuvo el crédito por su trabajo: un ascenso.
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Un tiempo después, el padre les explicó a Abel y a Laura: “Si quieren columpiarse alto, tienen que trepar al árbol ustedes mismos...”.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Nuestros padres nos cuidan cuando somos niños, pero cuando crecemos, tenemos que aprender a luchar por nosotros mismos. Francisco aprendió a valerse por sí mismo y eso lo llevó a un gran ascenso.
- Nunca es demasiado tarde para cambiar. Francisco era un hombre tímido y modesto, que permitía que otras personas le robaran sus ideas y se aprovecharan de él. Pero siguió el consejo de su padre y cambió su vida.
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo. Comparte tu historia con nosotros, podría cambiar la vida de alguien. Si deseas compartir tu historia, envíala a info@amomama.com.